Allá, por la Manchuela
conquense, cuando se quiere sugerir una situación confusa, inquietante,
difícil, las gentes utilizan esta expresión: “es un charco de ranas”. Paréceme
que el galimatías atribuido a la Torre de Babel debe presentar bastante
parecido con el actual marco de convivencia que provoca la crisis general.
Desde luego, sospecho que no es acontecimiento actual ni tuvo menor envergadura
en otras épocas. Imagino que el devenir histórico está plagado de instantes
cruciales al tiempo que espinosos. Siempre lo lejano o ignoto genera escasos
conflictos personales, por tanto colectivos. No es posible, ni aun observando
nuestros lastres humanos, ponernos en la piel de individuos desaparecidos
generaciones atrás. Cada cual vive su momento; cada cual siente una reacción
adiposa ante estímulos y percepciones desiguales. Lo mismo ocurre al corazón
-fibra que sedimenta sentimientos y
afectos- u otras vísceras toscas pero igualmente necesarias.
Hace décadas, España emprendió
una dinámica desnortada, sin guía. Fue víctima de su propio éxito, una fugaz
quimera, una ilusión fatua. Empezó a conformar ese gran charco de ranas que
ahora croan quebrando el compás, obcecadas y fuera del tempo. Pudiéramos
excusar los inicios, la probable génesis debida al vigor de un colectivo ganado
por la “libertad sin ira” y el triunfalismo infantil. Seguramente con escenario
distinto hubiese ocurrido igual porque la semilla venía agregada, portaba su
gen, al momento mismo de iniciarse la Transición. Por fas o por nefas, aquellos
prebostes -llamados padres de la Constitución- que redactaron nuestra Ley de
leyes, idearon o permitieron, según los casos, el Estado Autonómico. He aquí, sin
duda, la eclosión de un proyecto que el nacionalismo intemperante e incisivo
coló de rondón aprovechando el despiste (puede que intereses espurios avizorados
por sagaces partidarios del tocomocho) de los partidos llamados a protagonizar
la gobernación alternante del país de Jauja. De aquellos polvos procede este
lodazal, hábitat donde el batracio también se siente cómodo.
Centrándonos -digo- en
la actualidad, una enorme colección de ranas se ha adueñado del telediario y
del debate. Sintiéndolo en el alma, no puedo continuar sin traer a mi mente al
ínclito Zapatero. Detesto hacer leña del árbol caído pero el rigor me obliga a
recordar, refrescar en la memoria social, la desastrosa gestión que realizó;
sobre todo a lo largo de su segunda legislatura. Desde ese buñuelo que bautizó
“Alianza de las Civilizaciones” y el brindis al sol del “cambio climático”
(ambos etéreos, inmateriales y de larguísimo recorrido), pasó de la “champions
league” económica al inclemente plan de austeridad anunciado el doce de mayo de
dos mil diez. Significó la corrección impuesta al aventurero falaz, prepotente,
iluso. Necio. Porque solo un necio puede alimentar dos veces el ridículo en tan
breve espacio de tiempo. Eso sí, regateando la frontera del disparate poético:
“La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”. La madre de todas las ranas.
Una vez abierta la
veda, España constituye ahora mismo una enorme charca abarrotada de ranas.
Resulta infructuoso describir tanto croar desunido, molesto, anómalo. Cualquier
ideología o sigla se refracta en sus dorsos desnudos, sin estampa, ayunos de cincel.
Las reconocemos por ciertas alteraciones dogmáticas que afectan a su timbre.
Una amplia caterva la inician aquellos sapos (entiéndase ranas, batracios, u
otros sinónimos que acostumbro utilizar para evitar repeticiones) de carácter
tranquilo, equilibrado, de croar suave, seductor. Queda completada con
especímenes fogosos, airados, provocadores, armados de agresividad retadora,
guerrera. Algunas son novedosas, se han incorporado a última hora, pero
muestran un tono e intensidad notables. Tenemos botones para cada muestra.
Políticos,
sindicalistas, financieros, comunicadores, jueces -estimados en conjunto, en
concierto- conforman casi la totalidad del charco. Aparece, no obstante, de vez
en cuando algún solista que merece justas loas. Son versos sueltos que tienen
su aquel. Provocan, ya lo sé, rechifla más que furor. Dejaré que el amable
lector dé plena satisfacción al ingenio y voluntad para
casar cada batracio con su particular croa, para elaborar un prontuario donde
recoja las diferentes sensibilidades.
Sin embargo, otra
concepción diferente se hace también eco de la frase: “El mundo es un charco de
ranas”; por ende, y a la vez, España. Dice el sociólogo que las sociedades
avanzadas son similares a una rana en agua caliente. Los cambios bruscos, los
nota y huye de ellos. Cuando se aclimata a las condiciones cambiantes muy
lentamente, no se dará cuenta de los cambios y perecerá. Nuestros políticos
calientan con progresión el agua de la gran charca; nos van caldeando sin tener
conciencia exacta de semejante amenaza.
Continúa el filósofo. En
nuestra sociedad la vigilancia es cada vez mayor. Esto no es bueno. Alguien que se sienta observado
se comporta de manera diferente a quien no se siente. Ellos no hacen uso de sus
libertades civiles de manera que alguien se sienta anónimo. Esto, por ejemplo,
restringe su libertad de expresión. Con el fin de ser discreto, más y más
personas tratan de ajustarse a la normalidad. En una sociedad así, los no
conformistas y disidentes lentamente se extinguirían. Esta sociedad uniforme no
sería capaz de crecer mental y socialmente. La falta de respeto a las ideas,
creencias o prácticas de los demás aumentaría y su capacidad de innovación se
atrofia. Por este motivo debemos dar una mirada al termómetro para saber lo
caliente que está el agua en nuestro entorno.
España padece ambos
estadios. El primero es leve, folklórico. El segundo es temible. Venimos padeciéndolo
y vamos camino a la ebullición sin tener conciencia plena de ello. Si nadie lo
remedia, los españoles, a poco, iremos notando cierto hedor a rana chamuscada.
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