Desde hace años vengo
observando que, sobre nuestro país, se extiende un velo de sospecha antirrevolucionaria.
Atípica y trasnochada, envuelve todas las capas sociales. Curiosamente, desde
un punto de vista estricto, la mayor renta se aprecia entre poder político
(pura apariencia) y una ciudadanía confusa, espantada. Los choques, al menos
dialécticos, hay que buscarlos solo entre convecinos, individuos próximos; es
decir, entre ciudadanos-contribuyentes. Este escenario pobre, absurdo, conforma
la calle. El estrado dirigente lo invaden distintos comediantes, cuando no
folklóricos. Presupongo pocas divergencias que afecten a la clase política
fuera de cámara. Parecen enemigos, pero son solo rivales pragmáticos abducidos
por un prurito de poder. Luego, para conservarlo eternamente, lo reparten con
espíritu conciliador.
El individuo de a pie,
manejable hasta le médula, presta con entusiasmo vista y oídos a esa representatividad
fantasiosa abriendo diferencias insalvables. La televisión, eficaz y fascinante
púlpito civil, donde abundan divos de share o cuota, airea de manera
hiperbólica inexistentes diferencias ideológicas marcando de revoltijo vicios y
virtudes. Amagan convicciones antagónicas, pero a la postre ansían el mismo
fruto: poder. Debiéramos conocer los mil y un ardides que utilizan para
alcanzar ese vellocino que permite vivir a necios como si fueran eruditos. Creo
de dominio público que la política produce el milagro de convertir en
auténticos peritos a mediocres de tomo y lomo. A poco, notamos que constituye
una ilusión onerosa. Ya lo constataba Nietzsche al afirmar: “Todo idealismo
frente a la necesidad es un engaño”.
Estamos adscritos a la
sospecha. El conjunto malicia del resto sin que medie razón poderosa u
obligada. Aparte el etiquetaje del competidor o adyacente, la sospecha se ha
convertido en deporte nacional. A menudo se suple por una certidumbre sin base,
una especie de obra etérea. Hemos pasado de adorar un ídolo a considerarlo reo
inmisericorde. La presunción de inocencia es hoy garantía de culpabilidad.
Políticos y medios son acusados casi por inercia, porque ambos son autores y
víctimas de un compadraje insípido. Algunos viven de una actividad propia de
otros. Aquellos propician el venero noticioso mientras estos lo manosean,
dándole forma de elogio o reproche, casi siempre esperando el importe
tácitamente pactado. Los medios quedan convertidos en un eficaz submundo
político. A cambio, la política nutre el comercio mediático. Juntos ahogan, sin
entraña, cualquier intento revolucionario.
Ubicado en mi pueblo
conquense, alejado de la tórrida canícula valenciana, persiguiendo el alba y el
ocaso, observo que la gente consume su ocio en tertulias variopintas. Verdad es
que el dogmatismo, orlado de incultura, no demuestra ser el mejor acicate para
intervenir en ellas. Asimismo, los temas centrales suelen ser agrarios,
especialidad temática que me aburre. No obstante, suele surgir al azar alguna
conversación, ayuna de turbulencias, digna de análisis. Estos pueblos pequeños,
solidarios, con inquietudes que les permite vivir al compás de los tiempos,
asombran frecuentemente por las ideas de sus convecinos. Rudeza, juicio y
suspicacia, forman parte del acervo ancestral, modernizado al amparo de
internet.
Se sospecha del poder
legislativo por elaborar leyes para reforzar el Estado de Bienestar, pero sin
acompañamiento económico-financiero. Un vecino se quejaba días atrás de la
gratuidad educativa cuando su hijo -estudiante de tercero de ESO; por tanto,
escolarización gratuita- pagaba el transporte al IES cercano (doce kilómetros).
Se sospecha del poder judicial porque es lento, no cuida los secretos
sumariales y resuelve resoluciones extrañas para el lego e incompatibles con un
concepto escrupuloso del derecho natural. ¿Por qué, verbigracia, encarcelan a
un delincuente común con delitos ridículos y no a un sinvergüenza de guante
blanco que ha robado miles de millones? Para tales reflexiones solo se necesita
sentido común y los agricultores lo tienen sobrante.
Hay, sin embargo, acuerdo
total, pleno, a la hora del examen político. Todos son sospechosos entre ellos
mismos y más cuando se trata de la valoración que hace el ciudadano. Aquí reina
consenso. Nepotismo y corrupción forman parte esencial de su encarnadura. No
existe corro ni circunstancia donde el tema prioritario sea distinto a la
acotación negativa, acusadora, de los partidos mayoritarios. PP y PSOE, hasta
el momento, son los mayores responsables del caos actual. A ambos se atribuye
una gestión lamentable. Pero cuando pregunto qué puede hacerse jamás obtengo respuesta.
Aparecen tajantes, fecundos, impotencia y desencanto.
No hay respuesta porque
existe una controversia nada eficaz entre poder e inconsciencia. Esta nos lleva
a sospechar unos de otros, derechas de izquierdas y viceversa. El poder de
conjunto se muestra inexistente, incomprensivo, desconfiado. Más que invertebrada,
nuestra sociedad está rota, sin objetivos comunes fuera del voluntarismo
inconsecuente. Siendo menos, divergentes incluso (puede que en apariencia), se
unen para gozar de un poder que nosotros, necios, les damos de manera
incondicional. Prueba de ello es que, aunque hagan las mayores barbaridades,
siguen contando con el voto obcecado de la insensatez. Políticos y personas de
a pie, ahora mismo, constituyen una gangrena que está infectando el cuerpo
social.
Decía Orwell: “En una
época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. En
efecto, la verdad solo irrita a quien pretende seguir viviendo de la mentira.
Digamos la verdad y seamos consecuentes. El poder nunca cede nada a la masa
salvo cuando necesita su contribución democrática. Entonces escuchamos potentes
los cánticos de sirena que nublan la razón impidiendo una respuesta revolucionaria,
esperanzadora.
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