Mal,
muy mal, deben andar las cosas cuando un contenedor se convierte en expectativa
suprema. Mis recuerdos infantiles, lejanos, están ayunos de tal mobiliario. No
lo había porque los pueblos usaban un gran estercolero circundante, inmenso e
inmundo. Allí medraban diversos animales entre cochambre y restos -casi siempre
inorgánicos- que la gente arrojaba sin escrúpulos. El pueblo denominaba “cebadal”
a este anillo cuya función (guardando las distancias) era similar a la que
realizan los bioparques actuales. Sin embargo, encontrar algo de comida en
aquel albañal constituía delito más que milagro. La miseria deslizaba su rasero
dramático e inapelable. Exquisiteces y temores contienen amplias divergencias
con estómagos holgados de desmayo. Ningún alimento libraba fecha de caducidad.
Al niño o joven irreflexivo, apático, se le aplicaba curiosamente un dicho, mitad
desdén mitad reprimenda amorosa: “tienes los ojos llenos de pan”. Importuna forma
de identificar hartura y dilación, continencia y viveza. Sobraba penuria.
Sesenta
años después de estas evocaciones vuelve la indigencia espoleada por la crisis
y sus efectos. Tiene otro sabor, el de la insensibilidad. Atrás queda el convecino
que compartía lo poco para ahora tener que lidiarla el individuo solo, abandonado,
en lo mucho. Ya no es recurso de etnias, grupos marginales o emigrantes
huérfanos de amparo familiar. Hoy advertimos -sumergidos en ocasiones- a gente llana
escudriñar el contenedor que la injusticia pone en su camino. Le sobra grandeza
en proporción pareja a la que a nosotros nos falta de vergüenza. Partidos,
sindicatos, medios, jerarcas, mantienen los sentidos cerrados no vaya a ser que
su conciencia (vano juez) les zahiera. Precipitan, además, aquel aforismo
compensador, sedante: “ojos que no ven, corazón que no siente”. De esta guisa
pueden seguir tomando el brebaje impío que les permite planificar una vida satisfecha,
excesiva. Luego limpian atropellos y despecho ofreciendo gestos de falsa humanidad.
A su pesar, no disponen de asiento en el Olimpo. ¡Pobres!
No
están los tiempos, sospecho, para recrear referencias ni identificaciones frívolas.
Conviene, no obstante, descubrir aquellos vicios que quiebran una convivencia democrática.
Me viene a la mente, con poco esfuerzo, un extraordinario filme de Sergio Leone
que describe a la perfección el violento oeste americano del siglo XIX donde
rige la ley del más fuerte. Tres personajes comunes comparten protagonismo y
acción: el bueno, el feo y el malo. Huyendo, como digo, de cualquier atisbo superficial,
quiero construir un paralelismo que capte con fidelidad el escenario en que nos
movemos. El título se ajusta a tal objetivo. Desprecia, al compás, tanto tópicos
que encierren culpas atesoradas por susceptibilidades históricas cuanto
actitudes que se alimenten de prejuicios radicales o exhiban cierta inclinación
a depurar frías venganzas sociales. Ambos cometidos encajarían en el terreno de
lo lógico y de lo justo.
Escuchaba
hace poco unas declaraciones de Julio Anguita. Acertadas e interesantes, como
siempre, venía a decir que los políticos no son seres venidos de otros mundos;
que salen y se entroncan con el pueblo al que representan. Comentaba,
asombrado, por qué el ciudadano vota por segunda vez a quien, verbigracia, ha
demostrado ser mal gestor. Su interrogante lo hacemos nuestro muchos, quizás no
tantos. Nos desconcierta también constatar ese famoso adagio: “El hombre es el
único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Las palabras sabias de
don Julio adolecen de exceso. Conforme con planteamiento y epílogo, me parece
que el pueblo español (colmado de vicios y picardías) no merece -jamás mereció-
esta plaga de pésimos y onerosos políticos. He aquí al necio. Aun reconociendo
sus muchos defectos, debiera penar menos; no por consideración sino por piedad.
Poseemos
-es un decir- una casta enrocada junto a sindicatos, empresarios y financieros.
Todos, en nombre de la democracia, se han construido una torre de marfil. Al
igual que modernos faraones, utilizan al pueblo para erigir auténticas fortunas
bajo el látigo opresor del fisco. Por si fuera poco, sustituyen la mazmorra por
el apremio administrativo menos hiriente, en apariencia, pero más productivo.
Sobre nuestros lomos democráticos y soberanos se asienta la nutrida banda de
carteristas que expide legitimaciones originales. De vez en cuando recurren a imposturas
suscritas por una mente colectiva previamente adoctrinada. Así remozan su
democracia y nosotros renunciamos a la verdadera. He aquí al carterista. Sólo
puede existir en conjunción con el necio.
Enterrado
mil veces Montesquieu, España -sin contrapeso- camina hacia el abismo bajo la
discrecionalidad de un ejecutivo ataviado con hipotéticos principios estéticos,
pues desconfío de los éticos. La judicatura se ha dejado llevar por un prurito
estamental. Le puede el boato por encima del incentivo crematístico. No se
integra en la torre de marfil, pero consiente su presencia. El pueblo es su
dama. A él debiera dedicar por entero todos los desvelos. Lo exige la
deontología de su ministerio. Por esto me recuerda al cabrón (así lo define el
diccionario) cuando permite compartir con galanteos, favores, goces, a su
señora. Y encima gratis; a cambio de laureles, solemnizando al macarra. He aquí
al consentidor. Etéreo, mezquino, indigno.
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