España es un país casi
estéril en oportunidades presuntamente democráticas; asimismo, han desaparecido
de forma prematura cuantas surgieron. Ahora disfrutamos de la más longeva, pese
a su cada vez más objetada eficacia, aunque se advierte cercano el final. Este
tipismo idiosincrático que nos domina, ese fiero individualismo acérrimo que
acogota cualquier atisbo de convivencia, aquel complacer a todos, ha impedido
conformar un sistema de libertades sólido. Tal vez, su complexión dispar, una
sociedad indolente y unos políticos que centran sus esfuerzos en vivir a costa
del erario público, conformen la entraña del enigma.
Ajeno a la política, tampoco
me someto a ningún medio de comunicación abierto o no al subsidio. Inmune a etiquetas,
expongo mis opiniones sin miramientos; es decir, soy políticamente incorrecto. Reparo,
desde hace tiempo, que se difunden las mayores barbaridades sin que nadie -tal
vez una audaz minoría- disienta con precisión entre tanto promontorio de
ignominia e ignorancia progre (voluntaria o no). Imagino estrategias del
marxismo rancio las utilizadas para crear determinada conciencia y proveer así
la posterior desvertebración social. Al mismo tiempo se abren brechas que
incapacitan cualquier acción reformadora. No son conscientes de su derrota
ideológica y persisten en una tribuna inútil. Se empieza por engendrar
desconfianza y se termina por instituir grupos antitéticos, enfrentados,
beligerantes.
Mantengo que la
izquierda, más o menos ultra, se ha quedado sin doctrina en un marco
capitalista. Dicha coyuntura le lleva a un absurdo proceder anticapitalista
-que le aleja del poder- o a un histrionismo gestual, litúrgico, que resulta beligerante,
clarificador e inocuo. Sé, ellos también, que la retórica de las dos Españas,
les proporcionan pingües beneficios electorales; eso sí, cada vez menos. La
gente, dentro de su buena fe, se da cuenta del papel lacayo que le ha asignado
el poder y lo rechaza día a día. Como dijera aquel, ya era hora. El Estado debe
tener como único objeto salvaguardar los intereses colectivos y personales. Lo
demás es contaminación, despropósito, abuso, por no decir tiranía. ¿Cómo
califica usted, amigo lector, el nuevo trabajo de la señora Sánchez? Un
bochorno político, cuanto menos.
Ante la artificial
polémica desatada por la exhumación de Franco, permítanme unas referencias
históricas. Lenin, en mil novecientos dieciséis, proclamó el derecho de las
naciones a su plena autodeterminación; derecho que se levantaba sobre decenas
de miles de cadáveres sin ningún derecho. Pese a ello, Rusia sofocó la
revolución húngara, en mil novecientos cincuenta y seis, ocasionando casi tres
mil muertos. Posteriormente, durante el año mil novecientos sesenta y ocho,
invadió Checoslovaquia con centenares de miles de soldados y miles de tanque, sofocando
toda esperanza de libertad. Excuso valorar si tales acciones fueron
dictatoriales o democráticas en origen y consecuencias, pues hablan solas. Por
cierto, Rusia tiene más de seis mil estatuas de Lenin y algunas de Stalin de
quien Nikita Jrushchov (sucesor suyo) reconoció numerosos crímenes y culto a la
personalidad. Existen también estatuas de los zares. Razón que convence: “Es
Historia”. Nosotros estamos empeñados en liquidar la nuestra.
A Franco -hoy, pasados
años sin tanta animadversión- se le considera sanguinario asesino,
mayoritariamente por quienes no vivieron la dictadura. Yo, nacido en mil
novecientos cuarenta y tres, viví su práctica totalidad. Hasta principios de los
años cincuenta se sufrió la guerrilla denominada maquis (que perturbó a la
sociedad y al régimen) siendo excluido, además, por los países surgidos tras la
Segunda Guerra Mundial. Esto le llevó a una autarquía planificadora,
autoritaria. No obstante, fuera del Proceso de Burgos y las ejecuciones de mil
novecientos setenta y cinco, a nivel de calle no pudo apreciarse actitud
tiránica ni sanguinaria. Es probable que, en círculos específicos, acaecieran aspectos
desconocidos para el ciudadano corriente. Vislumbro cierto afán por reescribir
una Historia imaginaria, ácida. A su muerte, y es algo incontrovertible, surgió
un hervidero de vividores al amparo de esta sociedad inane. También al abrigo de
complejos bastardos y odios pertinaces a partes iguales.
Tuve un deudo colateral, anarquista,
que hizo las milicias en el bando republicano. Cuando preparé la documentación para
que mi tía cobrara como viuda de militar republicano, leí la sentencia:
“Condenado a muerte por adhesión a la sublevación y conmutada la pena por
cadena perpetua”. Al final, estuvo ocho años preso en el penal de Ocaña. La
justicia es un don de dioses debido a su complejidad, la venganza constituye
una lacra humana por su ensañamiento. Prefiero pensar, y no en causa menos
visceral, que esta fue la razón de muchas muertes tras el enfrentamiento
fratricida. Sé que otros fueron juzgados y ejecutados con oscuro fundamento
jurídico; similar, desde luego, al obrado en una hipotética victoria del bando
republicano.
Respecto a denominar
demócrata a quien luchó contra Franco -en ocasiones señalados interesadamente
como antifascistas- he de observar que, por orden de Stalin, se organizaron las
Brigadas Internacionales y malicio que nadie lo tome como ejemplo de demócrata
o antifascista. Poca gente (en conciencia, con disposición) se adscribió al
bando republicano sin que tal decisión confiriera ningún crédito especial. La
mayor parte, me consta, luchó sin ideología, obligatoriamente, según la zona de
ubicación. Es probable que esa fuera la eventualidad por la que el régimen
gozara de tanta aquiescencia social. El antifranquismo se ha exagerado tras la
muerte de Franco. A partir de los acuerdos bilaterales con EEUU. la exigua
oposición que tuvo (contubernio de Munich, en mil novecientos sesenta y dos,
donde Salvador de Madariaga afirmó: “Hoy ha terminado la Guerra Civil”) nunca
temió por su vida.
Una periodista -sectaria,
adscrita al progresismo político y mediático, imbuida de esa falsa superioridad
ética- en un debate polémico, le espetó a su contrincante interlocutor: “Yo no
le permitiría hablar”. Tal vez esa disposición a la censura, el añejo síntoma
totalitario (alimentado por mentes insensatas, tiránicas) destaque sobre tan intolerante
reacción. Quizás en otro momento, menos
suave, le hubiera negado la vida. Cuando el odio se adueña del entorno -en
estos instantes- la democracia padece una enfermedad incurable. Estupidez
supina y enfrentamiento nos retrotraen al pasado. Como siempre, perece la libertad
asesinada por quienes aseguran defenderla.
La izquierda radical,
ultra, cimienta su ecosistema con mentiras, propaganda y demagogia, no exentas
de violencia. Pone en grave riesgo cualquier sistema de libertades.
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