Hace
ya algunos milenios, Aristóteles pronunció su famosa frase: “el hombre es un
animal político”. Desde aquellas fechas, ríos de tinta pretendieron dejar
sentada una interpretación, al menos, lógica. Todos los animales procuran
organizarse, vivir en común, por diversas circunstancias o necesidades. Se
deduce de tal pormenor irrebatible que el sabio griego dio al hombre, a su articulación,
un carácter orgánico propio, sedentario, social: vivir junto a otros en la
polis. Ningún ser vivo es capaz de agruparse y componer una organización tan
específicamente humana.
Cuando
la ciudad puso de manifiesto esa
vocación comunitaria del hombre, al instante aparecieron peculiaridades menos
armoniosas: ambición e influencias. Atributos, unos y otros, que le inducen a
protagonizar gestos generosos, solidarios, heroicos, mientras es capaz de los
más bajos y ruines instintos para conseguir el poder. Poco a poco se va
conformando un marco sórdido, irrespirable. Cuando la urbe debiera oscilar
entre gestión y convivencia sin distingos,
excelsitudes ni prerrogativas, surgen los dirigentes. Una casta. Son próceres -sabios, filósofos,
mercaderes- que se constituyen en personajes aventajados, casi dueños de la
polis. El resto es muchedumbre, chusma y esclavos. Posteriormente aparecieron los
burgueses (habitantes de burgos) y, en épocas democráticas, los ciudadanos
(habitantes de ciudades) cuya soberanía es subrogada por políticos de nuevo
cuño -pero vetusto proceder- omnipotentes y omnipresentes.
Queda,
pues, claro que el político no tiene ninguna justificación -en su estatus
actual- como personaje imprescindible para recrear una sociedad equilibrada. Al
contrario, la soberanía popular queda encorsetada, viciada, por quienes asimismo
la temen. Sorprende que renuncien a ganarse su puesto desdibujando el verdadero
papel para cuyo cometido fueron elegidos. Se equivocan cuando anteponen maquillajes,
latrocinios y jactancias al mero acto de una gestión humilde, rigurosa e inmaculada.
No es nada recomendable imponer, por mor de un poder advenedizo, la propia indignidad.
El estadista convence, seduce, atrae; nuestros políticos, con honrosas excepciones,
sufren el rechazo general.
Es
innecesario que estos especímenes, habitualmente parásitos, vengan con paños
calientes. Asumimos, como realidad inferida, que hemos de soportarlos, bien por
concienciación acomodaticia bien por impotencia extrema; nunca debido a un ineludible
activo del sistema. Sé que los defectos humanos generan minorías que,
apartándose del límite ético, ponen en grave riesgo bienes e integridad. Concibo
que, para defenderse, el individuo se agrupe en Estados a cuyo frente terminan
por colocarse otras minorías tan desdeñosas del límite como aquellas. Pensemos.
La codicia y el poder cuelgan del mismo extremo. Perro no muerde a perro.
Estamos instalados entre una delincuencia furtiva y otra más o menos consentida.
El individuo sólo es ciudadano en las verdaderas democracias. Desde un punto de
vista empírico, no he conocido ninguna. Tengo lejanas referencias de alguna que
presenta confusa analogía.
Lucubraciones
teóricas y sesudos análisis son demasiado benignos si los comparamos con la
realidad cotidiana. Ayer, verbigracia, el ministro de Hacienda se atrevió a
asegurar que “los salarios no están bajando, están moderando su subida”. Este
eufemismo achulado -aun de ser cierto, que no lo es- constituye una agresión a
diecisiete millones de trabajadores; aparte los seis que gustarían atesorar
alguno. El ejemplo constata la indigencia e indecencia que anidan en la casta
política. Cuando productividad y contención del gasto público se vertebran sólo
en recortar salarios y personal, expresiones de este calado causan vergüenza
ajena por ausencia de la propia. Luego se preguntan, llenos de estúpido
asombro, qué razones alega el ciudadano para desarrollar tanto desafecto.
Donde
desdoro e iniquidad se funden con una política irresponsable y rastrera, es en
la huelga llevada a cabo -durante un mes- por el profesorado de las Baleares.
Politizar la enseñanza degrada por igual a instituciones, profesores y
familias. Imponerla resulta un mal negocio pero peor es la intriga y el fraude.
Nacionalistas, PSOE e IU jamás acordarán con el PP un sistema de enseñanza
común, duradero. Aquellos consideran la educación (también la cultura) un pretexto
clásico para adoctrinar, un mecanismo de poder; mientras el PP, con aciertos y
errores que deben depurar sin complejos, ve en ellas un medio de formación, libertad
y desarrollo económico-social.
Si
la política -a veces- adolece de específicas particularidades o factores truculentos,
otras presenta sin embargo rasgos pintorescos, casi esperpénticos. El Congreso
de los Diputados, cualquier parlamento autonómico, debe ser el centro del
debate por excelencia. Con demasiada frecuencia se divisa el hemiciclo vacío
mientras un orador estoico libera del paro al taquígrafo correspondiente.
Resulta chocante cotejar cómo la presidenta del parlamento catalán impide a un
diputado “refractario” responder al insulto proveniente de un parlamentario “compinchado”.
La acerba impudicia dialéctica emerge del señor Gallardón cuando, interrumpida
su intervención por el estimulante despelote físico de tres jóvenes abortistas,
apela al respeto que merece la sede de la Soberanía Nacional y que con tan poco
ahínco acostumbran a salvaguardar políticos de todo signo y pelaje. De la Soberanía Popular, ¡para qué vamos a
hablar!
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