Los males nunca vienen solos, aclara un
dicho popular. En esta ocasión, debiéramos cambiar el contenido para ajustarlo
a la realidad y sugerir que las noticias cómicas, bufas, suelen llegar como las
damas al baño: de dos en dos. Días atrás, se revelaron con muy mala leche
(perdón, sin apreciar su inclemencia) detalles concluyentes de las Oposiciones
para maestros celebradas en Madrid hace dos años. Un examen asequible, simple,
generó excesivo porcentaje de suspensos; estampa repetida, pasmosa e insólita. Ciertas
respuestas, si bien anecdóticas, debieran avergonzar no a los protagonistas
-que también- sino al Ministerio responsable del desbarajuste. Sin embargo, acostumbrados
a la mediocridad que inunda el entorno, admitimos con gracia el incidente,
quizás síntoma monstruoso.
Un sufrido opositor, en crónica que
publicó cierto diario escrito, calificaba la prueba de “encerrona” porque
ellos, añadía, se habían preparado para algo “normal”; calificativo, cuanto
menos beligerante, acogido por compañeros cuyas opiniones, expuestas en forma
de sondeo, complementaron el reportaje. A mí, particularmente, me inquietó el
vocablo “normal” asignado a la naturaleza de su preparación opositora. Recorrí,
hace ya demasiado tiempo, el mismo camino y nunca se me ocurrió pensar que un
tribunal (hermético pero no marrullero, creo) sometiera a mis condiscípulos opositores
-y a mí mismo, claro- a un concurso “anormal”, con esa carga tácita cercana a
los horrores que pudiera propiciar cualquier medieval potro de los tormentos.
Nadie osaría, aun subordinado a talante
subjetivo e irascible, clasificar la prueba de enrevesada o tramposa. Antes
bien, podría considerarse -dado el nivel de conocimientos necesario para dar
adecuada respuesta- la incuestionable constatación de por qué estamos donde
estamos, según los diferentes informes PISA y la ausencia de universidades
españolas en esa relación que conforman las doscientas mejores del mundo.
Corriendo un tupido e indulgente velo sobre tan increíbles y chuscas respuestas
de que la gallina es un mamífero o de que el Duero pasa por Madrid, disculpo
con sonrojo a los examinandos ajeno a sentimientos de compasiva afabilidad o
cautivado por una disparatada apología corporativista. La LOGSE y las
competencias autonómicas que contribuyeron a la incuria cultural y a la
disgregación tribal del conocimiento humanístico, respectivamente, comparten el
triste estigma de generar tan invocada dualidad causa-efecto.
Por azar, la pasada semana llegó a mi
alcance otra noticia chocante. Opuesta a la anterior, esta integraba una carga
(cuanto menos dramática) que pudiera transformarse a la postre en trágica. Mas,
don Arturo, presentaba al catalanismo -vestía de largo- el Consejo para la
Transición Nacional, compuesto por trece prebostes y “prebostas” (en particular
y original contribución lingüística de la señora Aido) que regalan sus selectos
servicios a tan eximia causa. Si el escenario pedagógico da pie al retortijón
(dicho en tono jocoso), el marco soberanista ahuyenta la realidad,
probablemente la cordura, para originar un venero de ensueños caóticos; tal vez
una explosión de quimera, de arcadia utópica; a lo sumo, o no tanto, una
neurosis colectiva pergeñada en treinta años de competencia educativa. Al
final, ambas novedades conllevan el mismo punto de partida.
Releyendo aportaciones y currículos,
observo que la lista prima (dado el número de integrantes) está copada por
letrados y economistas que dan cabida a empresarios, filólogos y algún experto
en ética y liderazgo, términos hoy gaseosos. Leo con extrañeza que a uno de
ellos le gusta la fiesta nacional. Es el verso suelto o la rúbrica oscilante
-quién sabe- de tolerancia a toro pasado, nunca mejor dicho. Resulta, además,
un valioso asidero por si necesitaran legitimar cualquier opción. Exhiben, sin
excepción, un rasgo común, armónico con el perfil deseado: son
independentistas. Atesoran, no obstante, otros atributos menos atractivos, en
principio, aunque rocen la excelencia intelectiva y profesional. Alguno, al
parecer, vislumbra una indeterminada amenaza en el ejército. Hace bien, pues la
respuesta del general Batet en mil novecientos treinta y cuatro, adiestra al
gato escaldado a huir del agua fría.
Prejuzgo que ninguno de los trece
suspendería la tan traída y llevada prueba de la Oposición madrileña por dos
razones. Primera, porque no ingirieron el potingue de la escuela comprensiva y segunda
porque el compendio cultural carece de enjundia para vencer a tan ilustres
mentores, miembros de ese consejo parejo al de ancianos indio. Asimismo, no me
cabe duda de que su trabajo, las conclusiones que se plasmen en el
documento-proyecto, merecerán (ante ese tribunal constituido por muchos
catalanes y el resto de españoles) no sólo un suspenso sin paliativos, sino una
repulsa total cuando no un desafecto definitivo proveniente del hartazgo
pecuniario.
España, a lo que se ve, lamenta el bajo
nivel cultural de quienes pretenden impartir enseñanza, por tanto el de toda la
colectividad. Le produce, al compás, cierto regocijo porque no hay peor censor
que el necio. A la vera, le preocupa y enerva la deriva soberanista de
Cataluña, vestigio efectivo de la ceguera histórica de nuestros gobernantes,
execrable si se atrincheran en cicaterías tribales. España, en esta ocasión,
pierde la sonrisa pero aprieta la cartera con la mano, por si acaso.
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