Por suerte, los
españoles jamás padecimos, en conjunto, la terrorífica opresión que impone el
totalitarismo. Si bien es cierto que grupos concretos sintieron los efectos de
la vesania durante la Guerra Civil, tal escenario no puede considerarse rúbrica
general e inequívoca de un régimen totalitario. Judíos, mencheviques,
bolcheviques caídos en desgracia y otras etnias hostigadas, padecieron el
horror y la muerte que llevan adosados nazismo y comunismo. Sus métodos, aun
sus objetivos, tienden a confundirse porque, desde presupuestos diferentes,
buscan el control de la sociedad al precio que sea. Quiméricos sus fines (extraídos
del santuario doctrinal) los medios adquieren un protagonismo absoluto. La
deshumanización, la incertidumbre y el exterminio adquieren carta de
naturaleza, están ligados a su esencia. El fascismo italiano supuso una
erupción juvenil, un acné, de los anteriores.
España es diferente,
viene a constituir la reseña tópica no ya del país sino de sus moradores.
Algunos comportamientos y estilos de vida constatan lo acertado del eslogan. Dos
partidos mayoritarios hoy, y sus respectivas eminencias, han tomado la errónea
costumbre de alimentarse unos con las viandas del complejo, mientras otros
(amparados por tan llamativo fallo) explotan una hipotética autoridad moral
ayuna de sustento, falsa. Así, sin impedimento, estos cuelgan a aquellos el
consabido chorreo de etiquetas obsesivas: fascistas, fachas, ultras,
nacionalcatólicos, antisociales, etc. Utilizan estrategias, cien por cien nazis,
para desprestigiar al rival. Suelen conseguirlo y crean además una percepción
ciudadana que admite el maniqueísmo como efluvio lógico, fuente inagotable de medida
y justicia.
Últimamente se suelen
culminar las palabras con la acción; indignos personajes consiguen coronar la
retórica subvirtiendo el valor del escarnio y del acoso entre las gradaciones
antidemocráticas. Cuando disminuye el número de ciudadanos seducidos por
epítetos que los años hacen perder entidad histórica, ciertos estrategas
enmiendan la táctica. Poco les preocupa restar crédito político o social al
adversario para conseguir el poder, al socaire de las formas democráticas.
Ahora no importa pisotear el ritual; los tiempos requieren tomarlo de
inmediato. Por ello fomentan escaramuzas, desenfrenos; en definitiva, toman la
calle. El personal, cansado de burlas, de olvidos, acepta un papel sumiso,
derrotado; a veces -contra todo pronóstico- se envuelve de rebelde con causa y
realiza una cruzada que extinga la aridez del campo político.
Venimos arrastrando,
sin conciencia clara, ciertas carencias democráticas en quienes, curiosamente,
se declaran defensores a ultranza de las mismas. Amantes confesos de aquellas
normas que permiten una convivencia solidaria, justa y pacífica, acatan la Ley
(por el contrario) sólo cuando les beneficia. Cada paso que nos separa del
respeto a sentencias firmes, cada licencia que se perpetre sin correctivo, cada
manifestación agria, inclemente, nos acerca al mundo totalitario. Muchos dicen
detestarlo, pero sus venialidades descubren un talante opuesto, reprensible.
Cuidémonos de ellos.
El gobierno catalán
lleva décadas incumpliendo sentencias de diferentes estamentos judiciales.
Resulta difícil entender que, quienes contraen obligación de acatar y hacer
cumplir la Ley, son los primeros en escarnecerla. Una sentencia del TSJC que
obliga a garantizar la enseñanza en castellano, ha sido el último motivo de
burla por parte de la señora Rigau, consejera del departamento. Sin embargo,
más grave que triturar el Estado de Derecho es esa recalcitrante actitud
consentidora del ejecutivo hasta hoy, pues aparece en el horizonte una mínima e
insólita posibilidad de su inhabilitación por parte de la fiscalía. Yo, no me lo
creo. Veremos.
En España tenemos malos
políticos, asimismo peores consejeros. Somos, no obstante, expertos - delicados,
quizás- evasores (qué duda cabe) de vocablos directos, agresivos o diáfanos.
Escrache, no es un término; es una filigrana y su importador un genio. Casi
homófono de escabeche, líquido para teñir las canas en su tercera acepción, la
palabra colorea de mesura auténticas hordas, infamias y agresiones; porque,
como ya sabemos, del dicho al hecho hay un trecho. Sería inútil rebatir la
miseria que embarga el entorno. Innecesario jurar la existencia de gente que no
puede pagar su hipoteca. Indignante desconocer la multitud que puede quedarse
sin techo. Del mismo modo, es injusto aunar culpables y tiempos. ¿Acaso alguien
pretende dividendos a la ida y a la vuelta?
Acérrimo seguidor de
coloquios y debates políticos, observo con inquietud el aumento exponencial de
estilos turbulentos, muestra palpable de necedad, dogmatismo e intolerancia.
Complementan, seguro, estos vicios altas dosis de soberbia. Creo innecesario
concretar programas o personas, pues quienes ocupamos parte de nuestro tiempo
en acopiar puntos para posterior análisis y reflexión, conocemos detalles,
maneras, argumentos e individuos. Sí, reitero. Nosotros no sentimos los
totalitarismos, su locura; pero, al igual que una vacuna, nos están inoculando
rasgos rebajados del terror, apogeo de la verdadera manifestación.
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