viernes, 28 de agosto de 2015

DEL DERECHO Y DE LA JUSTICIA


Quienes nos ubicamos lejos de los laberintos jurídicos, advertimos a veces extrañas pasiones. Cuán difícil es apartar de nosotros la sensación de que Ley constituye el sinónimo perfecto de abuso, discrecionalidad o desamparo. Probablemente seamos arrastrados por ese ardor humano que nos incita a proteger al débil, al desvalido. Nuestra reacción resulta ser el efecto lógico de una rebeldía pueril alimentada por la ignorancia más que por la justeza. No sé, ni me preocupa demasiado, la génesis de este sentimiento tan generoso y a la vez tan agrio. Las personas normales, el ciudadano de a pie, realizaron una conexión plena con la abuela canaria. ¡Todos somos Josefa! fue ocupando espacios y silencios. Un grito sordo cubrió el absurdo legal; al menos, su incomprensible laguna. Porque la cárcel de Josefa rompe toda lógica, todo sentido común. Conforma, a partes iguales, ligereza e inmoralidad, dos vicios atroces.  

Fue y es noticia sugestiva, no importante. Josefa Hernández, a cuyo cargo se encuentra una chica y tres menores, construyó parte de su vivienda en suelo protegido. Por negarse a abandonarla, fue condenada a seis meses de prisión. Al final, tuvo que entrar en ella. Sin conocer circunstancias agravantes, se vislumbra un trato discriminatorio respecto de otros casos, sin duda, de inmenso más calado. Una infinidad de hoteles, junto a edificios sociales o particulares,  se levantan -sin orden ni concierto- en zonas protegidas por diversas leyes. Una gran mayoría sigue en pie contraviniendo la Ley de Costas u otras que protegen el Medio Natural. Además de semejante trato discriminatorio, nadie suele entrar en la cárcel, en primera instancia, con sentencias inferiores a dos años.

Tras lo dicho, apreciamos una diferencia notable según quien sea sujeto de derecho. Podríamos referirnos a varios delincuentes de guante blanco que no pisaron celda alguna. De origen anterior a la  norma, el derecho emerge cuando nace el individuo. Se denomina derecho natural y no puede ser restrictivo ni sometido a consideración popular. A poco, y dado el carácter social del individuo, aparece una convivencia espinosa, conflictiva. Así nace la primera norma, mínima pero rigurosa, con el objetivo de corregir, aun orientar, cuantas discrepancias puedan aparecer en un horizonte inexplorado. Es el embrión del legislador que debe dar respuesta a cualquier lance. Van apareciendo normas (tácitas o expresas), estatutos, declaraciones, que regulan la vida comunal. Todo este ordenamiento legal se recopila en Códigos cuya influencia ha llegado hasta nuestros días.

Hay dos tipos de derecho: subjetivo y objetivo. El primero corresponde a la persona como  tal y termina en ella. Es racional, primigenio e intocable. El segundo es irracional porque se supedita a intereses políticos, sociales o de otro tipo. Se ajusta a las circunstancias y exige textos más o  menos hermenéuticos que el legislador elabora a plena conciencia. Uno y otro no son dispares pero la práctica habitual los hace demasiado adyacentes. Incluso, algunos con etiqueta progresista, creen que el  bien común condiciona, cundo no quebranta, el derecho subjetivo. El bien común es la suma de derechos subjetivos, jamás un derecho objetivo del conjunto. Los sistemas democráticos lo tienen muy claro. Totalitarismos y fascismos -sirva la redundancia- también.

Los últimos tiempos vienen cargados, verbigracia, de intolerancia religiosa. Yo, que soy agnóstico, sostengo que declararse católico, musulmán, judío o ateo, es un derecho subjetivo que nadie, en justicia, puede conculcar. Distinto sería, cuanto a consideración, el alarde público porque entonces el derecho trascendería al propio sujeto y pudiera invadir ciertos derechos subjetivos ajenos. El ejemplo puede entenderse algo sutil, pero no por ello pierde contundencia ni valor. Quien atente contra la libertad religiosa está violando un derecho personal y atacando la esencia de la democracia.

Aunque la justicia, los jueces, dejen por el camino altas dosis de crédito, me parece un cuerpo sacrificado, cuya actividad puede calificarse de áspera. Quizás la élite sea cargo de defectos indignos. Ignoro si fue antes el huevo o la gallina. La evidencia confirma que los textos legales son tan difusos que con el mismo contenido alguien puede ir a la cárcel o quedar absuelto. Tal discrecionalidad hace de la Ley un vehículo inseguro, sujeto a vaivenes personales o ideológicos. Creo que las leyes, sin aditamentos resbaladizos, introducen por sí solas inseguridad jurídica tal como están redactadas. El juez debe aplicar la Ley, no interpretarla. Ahora aplica su interpretación. Demasiada carga y exiguo resultado.

Cicerón, obviando enrevesadas hipótesis teoréticas y reglamentarias, en su tiempo ya dijo: “Summum ius summa injuria”. Es decir, aplicar la Ley al pie de la letra a veces puede convertirse en la mayor forma de injusticia. Las leyes tienen, al menos, dos defectos: su circunstancia y la ambigüedad. Recordemos el proceso de Nuremberg así como la ingente cantidad de recursos que le sustraen vivacidad. Si hubiera una única lectura, el recurso quedaría convertido en algo vano, insensato. Aquellos jueces a los que se refiere Cicerón, suelen dictar sentencias injustas y la justicia, por encima de cualquier consideración, debe ser justa. Cualquier Ley que lleve a la injusticia debe revisarse porque se convertiría en semilla de maldad, enemiga de la concordia y de la convivencia. El pueblo, con Platón, “no sabe qué es la justicia, pero sí que es la injusticia”.

 

 

 

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