Según la angelología,
los ángeles son criaturas de gran pureza que protegen a los seres humanos.
Aquellos que ostentan mando, jerarquía, se les llama arcángeles. Quienes
conforman el coro celestial, en segundo plano, se denominan querubines, tras
los serafines que llevan la voz cantante. No pretendo, ni mucho menos, plasmar
hondas o superficiales lucubraciones sobre el conjunto de espíritus que
acompañan a los dioses de las tres religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo
y mahometismo. Por el contrario, quiero realizar una analogía entre el ámbito celestial,
que trasciende la razón, y el poder terrenal, que es esquivo ante la piedad, la
justicia, el sentido común.
El artículo surge de la
crisis migratoria generada, principalmente, por la guerra de Siria. Llevamos
días en que las cámaras reflejan miseria y muerte. Millares de refugiados caminan
exhaustos por tierras húngaras sin que nada ni nadie pueda detener su huida de
esa violencia que insiste en atraparlos. Aylan, el pequeño sirio a quien la
muerte dejó mecer por las suaves olas de una playa turca, sacudió la entumecida
conciencia europea. El eco de los bombardeos repletos de cadáveres no fue
suficiente para franquear el umbral de las emociones, de los sentimientos. Lo
que no percibimos carece de vida; no existe. Ahora, un poco tarde, los
gerifaltes de Europa comprenden por fin el horrible infierno por el que pasan
niños, jóvenes y adultos. Debido a esto piensan aumentar la cantidad de
refugiados en sus planes de acogida.
Sin embargo, hemos
visto como los ángeles: voluntarios, Cruz Roja, personas anónimas, organismos
diversos y fuerzas del orden, han coadyuvado sin desmayo a hacer algo más
llevadero el suplicio originado por la guerra, el egoísmo y la ofuscación. Son
auténticos ángeles de carne y hueso dispuestos al mayor sacrificio para auxiliar
a un semejante. Ejemplar, loable, su esfuerzo gratuito; alejado de reconocimientos
o distinciones. Se mueven por humanidad, esa pulsión exclusiva de individuos
nobles, generosos, indispensables en este mundo cruel donde pueda encontrarse
todavía algún hálito de esperanza, donde reine la solidaridad. Soberbia su
labor y entrega.
Con mayor potestad,
menos eficacia y conciencia social, los arcángeles quedan paralizados por un
poder complejo, mezquino, sumergido en la parsimonia e injusticia. Falta de
acuerdo, insensibilidad ante el drama, pereza, impiden a la UE adoptar medidas
urgentes. Países irresolutos, insolidarios, se oponen frontalmente a acoger un número
definitivo de gentes que viven perseguidas por el infortunio. Gobiernos premiosos
dilapidan tiempo, no en compromisos sino en acordar fechas de las próximas reuniones
al efecto de reseñar cuotas de reparto. Mientras, alcaldes de Podemos (sus
marcas blancas), se reúnen en Barcelona -sin contar con la FEMP- bajo el
espectro de un aquelarre sectario; selecto pero impreciso. Reclamo y brindis al
sol, junto a bancarrotas tácitas o expresas, conforman el análisis de cien días
reducidos a muecas y a la nada pomposa. Ellos sí van a acoger a refugiados.
Falta saber, fuera de ofrecimientos particulares, el cómo y el cuándo. Un mohín
más. Los arcángeles terrenales dejan mucho que desear.
Medios audiovisuales, prensa,
tertulias, debates, periodistas célebres -acreditados- forman el primer coro
celestial, la primera orquesta del poder, la mejor afinada. Son los serafines.
Desempeñan una tarea atractiva, confortable, bien remunerada. Sus lisonjas al
poder calan lentamente en el individuo formando una conciencia social aparente,
inasequible, dogmática. Establecen una simbiosis perfecta con el dios dominio;
ya sea político, social, financiero o religioso. Ambos se necesitan y son tan similares
que pueden llegar a confundirse. Uno se nutre de otro y viceversa. Ignoro quien
hace de hábitat natural y quien de camaleón, aunque me temo que pueden
alternarse indistintamente sin realizar un esfuerzo extra. Viven de la argucia,
del enredo y de la mentira. Decía Kapuscinski: “Cuando se descubrió que la
información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”. Amén.
Quedan, para el final,
los querubines. Constituyen el segundo coro celestial, la plebe. Son la verdadera
base del poder, su sustento firme, genuino, cautivo. Pese a la carga afectiva
del vocablo, a la belleza estética y a la melodiosa fonética, querubín entraña una
muchedumbre variopinta, con preocupantes trazas de indigencia cívica e
intelectual. Sí, el pueblo somos los querubines del poder; su bien amado y al
tiempo maldito. Cedemos nuestra fuerza, que es ordinaria, para fines que
debieran ser dignos, extraordinarios. Esta eventualidad, que es un error
clamoroso, la pagamos a un precio excesivo. Como suele decirse, nuestra necedad
nos hace perder el pan y el perro. Gregorio Marañón aseveraba: “La multitud ha
sido en todas las épocas de su historia arrastrada por gestos más que por
ideas. La muchedumbre no razona jamás”. Y él sabía mucho del comportamiento
humano a nivel individual, pero también colectivo. Intentemos, tras un extraordinario
acto de inteligencia, probar cuán equivocado estaba. Demostrémoslo en unos
meses. A lo peor, resulta imposible porque sus razones eran incuestionables.
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