Sí, Cataluña oficializa
estos días el camino inexorable hacia el abismo. Da igual el resultado porque
la fractura social no tiene marcha atrás, es insoluble. Desvertebrar, destruir,
es mucho más fácil que vertebrar, construir. Por este motivo, los políticos (modelo
de torpeza e indecencia), se han empleado en demoler para tapar su indigencia y
bellaquería, cuando no un ilícito plan de enriquecimiento personal. Indigna que
una autonomía, privilegiada por el Consejo de Política Fiscal y Financiera,
haga recortes insólitos para potenciar el hecho soberanista. Parece que la
sanidad catalana, según diferentes informaciones, roza el caos por claras
deficiencias financieras. Sin embargo, televisión pública, embajadas,
subvenciones asombrosas, que tengan el objeto de airear o mostrar las virtudes
de un independentismo benefactor, abruman con su solvencia económica.
Mis compatriotas
catalanes son tan responsables, en su escenario de zozobra, como el resto de
españoles respecto a la situación general de España. Unos y otros hemos sido
manipulados, escarnecidos, por gobernantes felones e indignos. La animadversión
actual -que existe aunque se quiera negar-
es fruto, sin duda, de un adoctrinamiento más o menos soterrado. Saben
con qué facilidad se genera una determinada conciencia pulsando sentimientos
pedestres, rastreros. No obstante, debemos analizar la realidad sin
apasionamiento, con justeza y justicia, repartiendo reproches. Este caso está
huérfano de estrellas protagonistas ya que, desde mi punto de vista, hay una
corresponsabilidad bastante equitativa entre los diferentes actores.
Los nacionalismos en
España no son independentistas por dos razones: porque representan a la
burguesía rancia y porque serlo significa certificar su acta de defunción
doctrinal; es decir, el suicidio político. Si nos centramos en el nacionalismo
catalán, representado por la antigua CiU (ERC y otros tienen ADN soberanista),
estaremos de acuerdo que jamás mostraron propensión a asumir ningún reto
separatista. Verdad es que enarbolaron esa bandera, siempre lamiendo el límite,
para conseguir algún rédito pecuniario o político. Tensaron la cuerda, como he
dicho, hasta límites insospechados aprovechando una ley electoral hecha a su
medida. También la conducta de líderes menguados de dotes y personalidad de estadistas,
a la par que bien pertrechados de miseria moral. Por ello, una vez conseguidas las
competencias educativas, dedicaron tres décadas a adoctrinar alumnos inoculándoles
el odio a España con excusas más que groseras. Sin reservas ni obstáculos. Se
aseguraban nuevas generaciones de radicalidad y, por tanto, un indudable granero
de votos.
Mas, de apellido pero
menos de talento, se ha visto superado por una sociedad enardecida,
dogmatizada. Cualquier error estratégico trae momentos extremos; uno puede consumirse
en su propio caldo de cultivo. La Diada de hace dos años le llevó a
experimentar una realidad incómoda. Le quedaba poco margen de maniobra.
Recular, perder el paso, el gobierno, o ponerse al frente de la manifestación,
huir hacia adelante. La primera opción debió rechazarla al momento por sus
implicaciones políticas, aun jurídicas, y tuvo que someterse a la segunda.
Estoy convencido de que, ahora mismo, su mente, su voluntad, se mueven en un
encrespado mar de dudas y de sentimientos contrapuestos. Me recuerda, lejana,
aquella ley física de Fuerzas Concurrentes cuya resultante es cero. Mas, ahora,
es un individuo cero; constituye el punto final, el cierre definitivo, del
pujolismo con alguna luz y tantísimas sombras.
El PSOE, cómplice
necesario, aduce un iluso e ilusorio Estado Federal asimétrico como única respuesta.
Esta inexplicada e infundada iniciativa es el reconocimiento tácito del fracaso
total en su resolución. Saben perfectamente que la fase a la que se ha llegado
presenta un inmovilismo firme. La sociedad catalana ha sido convencida de un
Jauja inexistente, onírico. Falta ver quien la convence de que todo se reduce a
una maniobra política para seguir detentando el poder, adquirido con malas
artes, sus privilegios e impunidad. Los partidos han acabado a la zaga de las quiméricas
aspiraciones populares. Recuerdo cuando González repartía competencias por
aquiescencias o Zapatero, ebrio de republicanismo corrosivo, reputaba cuánto
viniera del Parlamento catalán. Asimismo, ambos hicieron la vista gorda ante
los continuos incumplimientos de la Ley.
Al PP no lo hace
inocente su menor tiempo de gobernanza. Aznar fue también un mantenedor de la
discrecionalidad, abuso y exigencia de los políticos catalanes. Incluso se dejó
decir, para congratularse con quien -presuntamente- delinquía cubriéndose con
una bandera escamoteada, que hablaba catalán en la intimidad. Además, consintió
la depuración de Vidal Cuadras aunque no fuera político de mi agrado. Rajoy
mantiene una ubicuidad característica. Por cierto, es la mejor manera de
encontrarse siempre perdido.
Me aburre el tema
catalán por reincidente y por su cantinela monótona. Verdaderamente hemos
llegado a un marco de difícil conversión. Creo que se ha franqueado el límite
de lo razonable, de lo posible; han empezado a jugar con fuego. Como ciudadano español,
me preocupa poco que Cataluña se independice o no. Primero porque,
objetivamente, ha perdido potencial económico autóctono y porque las empresas
hoy se reubican con facilidad. Segundo porque resulta más oneroso convivir con
alguien que no quiere hacerlo, que darle plena libertad de acción. Como
persona, lo sentiría por quienes dejarían de ser españoles a la fuerza, violando
derechos individuales. Mi voto soberano sería un sí a la independencia, no por
mi voluntad sino por la suya. Que lo piensen bien, sobre todo las consecuencias.
Quiero vivir tranquilo, sin demandas extravagantes, por esto deben saber que
gozan con mi aquiescencia.
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