La famosa Ley de Murphy
indica que si algo puede salir mal, saldrá mal. Pese a nacer allende nuestras
fronteras, parece asentarse con deleite en el solar patrio. Sin embargo, y aun
sometidos a la providencia fatalista del español, el proceder despreocupado,
alegre, un tanto ligero, le impide vivir en un ¡ay! sempiterno. Esta mezcla
heterogénea entre acechanza e inconsciencia, entre frenesí y preocupación, permite
adoptar una filosofía epicúrea, hedonista. Enemigos de lucubraciones, nos
movemos por impulsos; es el instinto quien marca la táctica a seguir. Escogemos
un método poco o nada aconsejable, pero se prefiere al enojoso ejercicio de
pensar. El intelecto es sustituido por la emoción.
España, ahora mismo, se
encuentra en una encrucijada. El horizonte cercano contiene un espinoso proceso separatista junto
a la quiebra del sistema. Cataluña aparece solo como la punta de lanza y campo
experimental que terminará por extender el conflicto a otras comunidades, sean
históricas o no. Podemos -ese partido con tics totalitarios- intenta sustituir
todas las instituciones democráticas por un régimen flamante, virtuoso, incorrupto.
El nuevo mesías -probable anticristo- viene a salvarnos porque somos su pueblo
elegido. De momento ocultan planes y proyectos concretos, pero ventean la podredumbre
que salpica al estado democrático para lucrarse de tanta miseria humana. No
quieren purificar, reformar; anhelan sustituir. Ignoramos cómo y para qué. En
realidad, ellos también desconocen el cómo; mas no así el para qué. Magnetizan
al individuo con quiméricas promesas envenenadas.
Nos atenaza, aparte,
una crisis económica que obliga a muchos españoles a zambullirse en la miseria
más atroz. Demasiados hogares, familias enteras, necesitan de inmediato ayuda
para subsistir. Resulta penoso oír la cantidad de niños que tienen carencias
alimentarias y dependen, casi por completo, de la caridad. Era difícil imaginar
que tal escenario pudiera darse en el denominado pomposamente primer mundo. Nos
castigan, encima, con el bombardeo diario de que estamos saliendo, de que la
crisis remite ya; de que empiezan a dar frutos las medidas gubernamentales. Es
un sarcasmo patético, indignante. Son falsos, al parecer, hasta los datos
macroeconómicos. A pesar de la mengua salarial, ni producimos, ni exportamos,
ni consumimos. Deuda implica progresión geométrica porque somos incapaces de satisfacer
los intereses; menos, la amortización. ¿Seguro que estos señores pertenecen al
planeta? ¿No vendrán de otra galaxia? Quizás ocasionemos nosotros incertidumbre
y, circunspectos, pequemos de prepotencia cuando no de cortedad.
Se sospecha que el
Estado Autonómico es costoso, inviable. Hay que satisfacer, no obstante, a un
ingente número de familiares, amigos y conocidos. ¿Habrá alguien capaz de poner
remedio, sensatez, a este país que agoniza? La respuesta evidente niega
semejante posibilidad. Cobardía y falta de ética política terminan por
olvidarse de quienes les aúpan al poder. Diseccionando palabras, guiños y extravíos,
el ciudadano importa un comino. ¿Por qué han de recoger, entonces, nuestros
desvelos y esfuerzos? ¿Por qué hemos de legitimar sus abusos? Cualquier réplica
conforma el argumento en que baso mi ardor abstencionista. Piense el amable
lector si la misma réplica merece cambiar su visión política.
Urge tomar medidas drásticas
más allá de inclinarnos por gentes que propugnan la desaparición del sistema. Debiéramos
ser cautos. Ponderación y presuntas dictaduras ultras mantienen una divergencia
plena, incluso conjeturándoles triunfos económicos. ¿Qué arcano induce a tolerar
un radicalismo de izquierdas, pero no de derechas siendo ambos clónicos? Nos
hemos vuelto locos. Si el sistema democrático desaparece, ¿qué viene tras su
aniquilación? La respuesta es irrefutable. Una solución correcta, la única,
obliga a cambiar las personas no las instituciones. ¿Cómo? Este interrogante
constituye la clave. Reconozco -y quien diga lo contrario miente- que el empeño
se aprecia enmarañado. Quizás fuera bueno asumir una soberanía más diligente.
Aparte el voto, que debe ser por convencimiento no a la contra, hemos de
adoptar un protagonismo activo (movimientos vecinales, manifestaciones,
acciones varias, etc.) porque somos titulares de soberanía, del sistema. Solo
cuando demandemos nuestro papel se acabará la superchería, el derroche y el
saqueo.
Los políticos, por otro
lado, a lo suyo. Unos, codiciosos, quieren tomar el poder como sea y se revelan
dispuestos a utilizar argumentos sofistas para quedárselo. Otros, aupados ya a
él, tiene su mente ocupada en estrategias partidistas. Nosotros, ciudadanos,
pendemos de los hilos que manejan y agitan a su antojo. Si aquellos primeros apetecen
organizarnos, imponernos, una Arcadia feliz, estos segundos nos abandonan a
nuestra suerte. Yo, prefiero lo último porque amo la libertad. Así se comportan
Podemos, PP y PSOE; siglas que, según el CIS, contemplan lograr el gobierno.
Pero ¿qué ocurre con UPyD, Ciudadanos, Vox y demás
siglas limpias de escándalo? ¿Acaso abstenerse no implica luchar contra la
corrupción? ¿Por qué motivos hemos de caer en extremos inquietantes? Podemos explota
las pasiones; arrastra a un sinsentido, a un régimen liberticida pero coyuntural.
Prefiero doctrinas que garanticen la libertad, que busquen el convencimiento,
la persistencia. Apelo al buen sentido, a la suspicacia ciudadana, individual,
para evitar errores fatales. No hay soluciones ni remedios mágicos. Existen
aventureros seductores, ayunos de atributos y facultades para sacarnos del
marasmo. Sí, necesitamos un cambio de trayectoria; de políticos, de gobernantes,
no de instituciones. Ante la ciega insensibilidad, exijámonos un riguroso
ejercicio reflexivo para evitar pesadumbres y remordimientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario