Convencido escéptico, la duda preside cualquier
enfoque, propuesta y análisis realizados a lo largo de mi vida. Me encuentro
inmerso en ese estadio que la norma,
para soslayar susceptibilidades, denomina tercera edad; como si el adjetivo
mayor -incluso viejo- supusiese descubrir un repelente tapujo, quizás confesión
forzosamente inevitable. No descarto que una minoría frívola establezca, a la
sombra de tan falaz e inexacta frase (eufemismo superfluo), algún plan donde el
optimismo alimenta sueños que terminan abriendo paso a las pesadillas y con
ellas a la frustración. Este doble atributo, escéptico y vivido, me brinda una
prerrogativa muy útil cuando disecciono la realidad sin coraza.
El carácter receloso (insisto) que identifica mi
estilo, logra separar filfa -escandalosamente abundante- y sustancia (escasa,
casi imperceptible). No piense el atento lector que dicho quehacer resulta
fácil. Ni mucho menos. En ocasiones, el manipulador ofrece una verdadera
filigrana. Solapa realidad e invención con pericia tan sublime que sólo un
examen prolijo, riguroso, faculta -no sin riesgos- discriminar ambas. Desde
hace años sufrimos asiduas embestidas procedentes de acreditados diestros en el
arte del birlibirloque, aunque ignaros e iletrados. Es innegable que el
resurgimiento de esta exótica fauna se debe exclusivamente a un entorno oportuno.
La especie humana con quien cohabita manifiesta espléndidas dotes de
indulgencia, candor y desidia.
Nadie negará que vivimos de milagro; es decir, de
prestado. Llamamos milagro, además del hecho enigmático, a aquel suceso raro,
extraordinario y pasmoso. Cuando le damos un tono exclamativo, señalamos la
maravilla que suscita algo. Llegados a estos tiempos de disloque, nos han
impuesto (hemos aceptado impotentes) como patrón el frenesí, la reserva, el
esperpento. Nada causa estupor, no existe ningún acontecimiento inaudito; la
mayor depravación salva el límite -bastante laxo- que exige el relativismo
reinante. Espanto, fantasía y escrúpulo pierden a poco la riqueza semántica de
antaño. Constituyen, junto a otros vocablos en desuso, un grupo con valor simbólico,
una antigualla obsoleta. Pocas noticias nos alertan aunque el estímulo aparezca
extraordinario. El umbral perceptivo alcanza cotas de nulidad monumentales.
Algunos, sin embargo, intentamos mantener intactos
principios y sensibilidades. Los cánticos de sirena no nos atraen, tampoco
aquellas doctrinas que favorecen lo uniforme. Un espíritu rebelde, quizás
ansias de libertad, impide el sometimiento a la corrección social; ese objetivo
opiáceo que el gobierno (los gobiernos) persiguen con saña saltándose leyes y
derechos, burlando impulsos democráticos; estos que, curiosamente, ellos
aseguran amparar. Sin duda consiguieron pervertir la mente colectiva.
Durante años encaucé mis lucubraciones al intento
(fallido, lo reconozco) de razonar los lances ocurridos en España durante la
Transición. Escapa a mi capacidad comprensiva que Andalucía, Extremadura y
Castilla la Mancha, verbigracia, no hayan desarrollado su naturaleza
democrática al truncar una alternancia política. Me descoloca el caso repetido
de priorizar las palabras a los hechos. Excluyo argumentos concluyentes que
corroboren, sin asomo de dudas, la independencia judicial. Alcanzo un alto
grado de perplejidad con las respuestas que dan políticos, judicatura y
colectividad a la rapiña -un caso de tantos- efectuada (al parecer) por altos
responsables de la Junta Andaluza.
Lo expuesto, a fuer de sincero, ocupa una
insignificancia en la cuota de incredulidad. Los esfuerzos para encontrar el
acople entre lógica y acontecimiento alcanzan el clímax crítico al analizar qué
razones poderosas proporcionaron a Zapatero la presidencia del gobierno. Al
igual que los antiguos hebreos, mi mente infecunda encuentra una sola
exclamación: milagro, milagro.
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