Pretenden abatir la
cabeza constitucional y, por efecto, desvertebrar una nación hegemónica pese al
alcance repelente del rencor europeo en el siglo XVII con su “Leyenda Negra”.
Verdad es que Franco gestó la restauración monárquica y las Cortes
Constitucionales, conformadas a su muerte, incrustaron —furtivamente— en el contenido
legal la conformación del Estado. Cierto que rabiosas ansias de conquistar libertades
oficiales, perdidas años atrás, impidieron reflexiones agudas, rigurosas, sobre
el texto ofrecido a referéndum. Sin duda, Juan Carlos I tuvo luces y sombras en
su reinado, pero eso no justifica ningún sectarismo maniqueo contra este
sistema (o cualquier otro) porque nada es absolutamente bueno ni malo. Solo un
rencor infundado, caprichoso, cínico, puede llevarnos a utilizar argumentos no
solo gratuitos sino absurdos.
Cuando se plantea una
disyuntiva importante, vital, debemos valorar pros y contras sin dejarnos
arrastrar por prejuicios o referencias de dudosa imparcialidad. La Historia
desenreda tergiversaciones, etiquetas y conceptos aparentemente serios,
rigurosos. Si complementamos informaciones pasadas con cuidadosas vivencias
propias es probable que logremos cimentar el escenario listo para un examen
pragmático, útil. Sin embargo, incultura ancestral y apatía condimentadas con
ciertas dosis de agresivos desajustes, amén del individualismo insano, han conseguido
nutrir esa premonición de Machado: “…una España que muere y otra España que
bosteza…una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Constituye —ni más ni
menos— la lucha eterna, terca, entre los sueños y el fatalismo. Al final,
siempre nos despertamos inquietos, horrorizados.
Ahora políticos indigentes,
nimios, de tercera fila —diría aventureros sin oficio ni beneficio— tras
cuarenta años gozando una paz insólita, importunan el régimen monárquico con
intenciones disgregadoras. Se dicen republicanos como podrían proclamarse,
verbigracia, sexadores de pollos, pues jamás ha existido un comunista republicano
(ignoro si los hay sexadores de aves domésticas). Sé seguro que monarquía o
república son sistemas democráticos y el marxismo huye de ellos como Drácula de
los ajos. Siempre hay cretinos que gustan acompañar a sujetos, de la misma
especie o parecida, envueltos en competiciones histriónicas. Ha ocurrido con
Pablo Iglesias, Alberto Garzón y, en última estancia, el estridente Rufián. Las
opiniones de los dos primeros tienen un recorrido especialmente turbulento por
ser miembros del gobierno y sabemos cuánto pesan en la sociedad. ¡Hasta este
punto somos candorosos!
De forma fraudulenta
quiere identificarse democracia, soberanía popular, con república; mientras,
monarquía —según ellos— merodea opacas rutas autocráticas. Estos “progres” son
tan intelectualmente escasos que, con argumentos exclusivos de soberanía
popular, legitiman a Hitler (incluso a Lenin) a la vez que demonizan países como
Gran Bretaña u Holanda de similar andadura monárquica a la nuestra. Sin pisar
suelo extraño, tenemos pistas empíricas o alusivas respecto a Monarquía, República
y Autocracia. Antes sería bueno diferenciar los antiguos regímenes monárquicos tradicionales
con Monarquía Parlamentaria donde el rey carece de poder efectivo. Los desenlaces
de nuestras experiencias republicanas no pueden ser más calamitosos y, en la Segunda,
trágicos.
Conviene analizar y admitir
dos providencias al respecto. La Primera República duró veintitrés meses
incluyendo el periodo dictatorial del general Serrano. El lapso democrático propiamente
dicho (once meses) tuvo cuatro presidentes: Figueras —aquel que dijo, “estoy
hasta los cojones de todos nosotros” (¿cómo estaría el patio?) y se largó a
Francia— Pi y Margall, Salmerón y Castelar. La Segunda alcanzó los ocho años,
tuvo dos presidentes, Alcalá Zamora y Azaña. A este lo sustituyó provisionalmente,
y durante dos meses, Martínez Barrio. Casi tres años de guerra civil ocasionó centenares
de miles de muertos iniciando un largo periodo autocrático cuya apreciación
dista en mucho según quien la realice. Juzgar un tiempo cercano es complejo
porque quedan heridas sin cerrar, por unas u otras razones, y los rencores entorpecen
la convivencia.
Monarquía Parlamentaria y
República apuntan características análogas referidas a sus arranques democráticos
pues ambas legitiman el poder efectivo mediante la soberanía popular. No
obstante, idiosincrasia social y coyunturas históricas distribuyen dichos
regímenes entre las diferentes naciones europeas. Desde mi punto de vista, en
base al peculiar talante del español y a nuestra experiencia pretérita, la
República alienta con demasiada frecuencia enfrentamientos esquinados, tribales,
aun fraternos. En ella, la lucha partidaria hace delirar toda posibilidad de
concordia. Por otro lado, el jefe del Estado republicano ha de ostentar algún
poder tangible, mientras el rey constitucional tiene como única competencia
representar al país. A cambio, la Institución es imperecedera, hereditaria, exenta
de vaivenes electivos garantizando estabilidad.
Como dije, hoy vigorizan
el acorralamiento de la monarquía para lograr su desaparición utilizando mañas sucias
e infames. Estos ases, campeones, de los “principios éticos” que debieran
llevar a sociedades virtuosas, justas, abrazan un cinismo hipócrita. Mindundis
de tomo y lomo, zánganos asociales, se permiten fustigar, sin ninguna autoridad
moral, a personas que han transformado el país armados de perseverancia si bien
envueltos en luces y sombras. No solo rechazan a conmilitones, porque elogios de
antaño se han trocado en reproches hogaño, sino que hostigan demagógicamente a
la Monarquía que ha traído, al menos, el mayor periodo histórico de paz. Unidas
Podemos, por boca de su líder, centra sus esfuerzos —pobres objetivos— en
evitar que Leonor llegue a ser reina. De momento plantea una norma que prohíba al
rey hacer discursos sin el plácet gubernamental. IU, menos extremo, insta al
rey a que se presente a elecciones. ¡Pobres!
Nadie piense que Sánchez desdeñe
al rey mientras no le obstaculice su permanencia en La Moncloa; es decir,
siempre que sus discursos sean insensibles a la unidad nacional y satisfagan a sus
apoyos. El presidente defiende las Instituciones si se someten a sus aspiraciones
y antojos. Caso contrario inicia sobre ellas una persecución implacable. Tiene enfilada
la monarquía y a punto de acometer contra el poder judicial que no acaba de
controlar. El resto, salvo las fuerzas armadas, están comiendo en sus manos. Al
parecer, Sánchez obligó a Zarzuela a decir que la llamada a Lesmes en la
entrega de despachos a los nuevos jueces fue de cortesía. Una manera sibilina
de proclamar su autoridad sobre el rey. Creo que estos desaires, junto a ataques
salvajes de Unidas Podemos y su coro independentista, forman parte de un plan
sigiloso, oscuro, alarmante.
Monarquía y Judicatura
son, hoy por hoy, las únicas Instituciones nacionales —aparte las europeas— que
ponen coto a los objetivos ocultos, cada vez menos, del gobierno
social-comunista. Por todo ello voto (sin ser particularmente monárquico) a
todas luces, rey.
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