Sobre lógica, la acepción
sexta del DRAE dice: “Ciencia que expone las leyes, modos y formas de las
proposiciones en relación con su verdad o falsedad”. No se precisa ser un
lumbreras para interpretar correctamente el concepto como armonía de los
esquemas mentales respecto a una realidad objetiva que se muestra sin
alternativa, inobjetable. Solo podría mercadearse mediante un estraperlo
semántico, furtivo y mezquino, que llevaría al aturdimiento social, causaría corrupción
en conciencias laxas y acarrearía la ruina moral y material de una nación. Claramente,
el buen juicio rechaza toda inferencia, por sibilina e histriónica que se
presente la farsa, cuyo objetivo fuera confinar (vocablo muy repetido desde
hace meses), proscribir, derechos democráticos. No lo es tanto que, tras
décadas deseducando, nuestros congéneres sean capaces de luchar por su
salvaguardia.
Cuando el escenario,
nacional e internacional, rebosa de contratiempos, de escollos que generan
desasosiego, lo lógico sería conformar una comisión desideologizada, experta e
interdisciplinar, para enfrentarse a ellos con eficiencia. No obstante, estos “próceres”
pomposos muestran tal escasez de raciocinio y tan poca empatía que hacen
imposible conjuntar objetivos e inversiones en una empresa común. Todos hablan
de diálogo y consenso, pero blanden la escaramuza, el parapeto, no para mostrar
sus diferencias sino como humillante arma electoral. Consideran (lo mismo aciertan)
que el individuo vota con las entrañas y alimentan esa característica —hija de
vicios mentales— para enlodar la democracia mientras esperan ostentar el poder eternamente.
A resultas, los políticos se adueñan impunemente del sistema que vociferan servir.
El diccionario citado,
sobre sentido común, afirma: “Capacidad de entender o juzgar de forma
razonable”. Aunque podamos estimarlo dúplica del primer vocablo, hay claros
matices divergentes entrambos. Lógica tiene una arquitectura dinámica, formal,
abstracta, sometida a leyes especulativas severas. En definitiva, existe solo
en el plano teórico tanto desde un punto de vista afirmativo cuanto negativo.
Sentido común constituye esa vestimenta sensible, corpórea, que presenta la
lógica positiva. Pura acción. Viene recomendado para realizar actos
pragmáticos, solventes, fructíferos. En ocasiones brilla por su ausencia
recogiendo decepciones, reveses. Se dice, y la experiencia lo constata, que “el
sentido común es el menos común de los sentidos”. Ignoro (para ser considerado)
si el proverbio abriga asignación general o si, en contraste, esconde cierta
debilidad por la clase política, al menos en nuestro país.
Creo, aparte otros
desperfectos derivados, que el gobierno actual despliega graves déficits en
lógica y en sentido común. Tal vez la mayor falta sea confundir tiempo y
espacio en que se adscribe, amén de autoconsiderarse —presi y vice— estadistas únicos,
personajes irrepetibles. El delirio, recíprocamente alimentado, termina
chocando de forma irremisible, traumática, con la realidad. Además, sus
pretensiones son tan opuestas que no caben en un mismo receptáculo. Sánchez
gustaría, a falta de cuna, presidir la república, ser mandamás. Iglesias
pretende presuntamente liderar el espacio comunista en España, transformarse en
dictador totalitario (nazi), jefe supremo. Si bien acariciar ilusiones conforma
un motor vital, consumir quimeras atrae desesperanzas incluso dejando bien
cubierto el aspecto financiero. Solo Europa aterra al par y confiere fe a muchos
españoles.
Acierta quien piense que
obrar sin sentido común es de ser mentecatos o indecentes. Otra probabilidad es
remota si no inverosímil. Indecencia, acogiéndonos siempre al DRAE, significa:
“Dicho o hecho vituperable o vergonzoso”. Algunos practican —quizás practicamos—
una deshonestidad paradójica, liliputiense, folklórica, amable, propia de
gentes que asientan su vida sobre flashes intrascendentes. La indecencia profunda, aquella que
consideramos inseparable de mezquindades e infortunios sociales, viene
protagonizada por políticos o comunicadores cortos de empatía y nobleza. Desde
mi punto de vista, esta mancha se sustenta en codicias irrefrenables o pruritos
extemporáneos. Si las primeras pueden comprenderse, aunque sean
injustificables, los segundos constituyen una auténtica vileza.
Abundantes dichos
indecentes compiten con lo aberrante. ¿Qué calificativo merece alguien cuya
obsesión le pide exterminar a todo votante de PP, Vox y Ciudadanos? Otros lo
hacen con el esperpento. Que sepamos, Zapatero proyectó la Ley de Memoria
Histórica como factor de enfrentamiento social que Sánchez potencia al falsear su
título original trocando Histórica por Democrática. Pese a ello, nuestro
ejecutivo tiene la grotesca desfachatez de preocuparse por el lenguaje
“guerracivilista” de Vox bajo la “mirada consentidora” del PP. Tal manipulación
conforma una indecencia propagandística, corruptora, casi antidemocrática. El
descaro promocional viene, como no, del periodismo ignaro o indecente, a
elegir. Antonio Maestre despotricaba contra quien había dado orden de quitar en
Madrid la placa de Largo Caballero (“un digno mandatario demócrata”) olvidando
que había formado parte —entre otras cosas— del Consejo de Estado en la
dictadura primorriverista para perseguir a militantes de CNT.
Ilegalidad indica “acción
contraria a la Ley”. En este sentido, el escenario se vuelve ilimitadamente enrevesado
porque la interpretación de los textos legales —es decir, el enmarañamiento de los
mismos— lleva e extremos hilarantes si no tuvieran amargas repercusiones. Es deplorable
que un mismo presunto delito lleve aparejado absolución o pérdida de libertad,
según el juez o Tribunal. Si a esto añadimos la ocupación de la judicatura, o
su intento, por el poder ejecutivo, tendremos una pequeña idea del “rigor” que
encierra la palabra ilegalidad. Es evidente que quien conforma el cuerpo legal (poder
legislativo) es una élite del Parlamento cuyas propuestas son avaladas, cuando
lo son, por toda la Cámara. Podríamos decir, desde este punto de vista, que el legislativo
formaliza un poder de “botón”.
La Historia muestra demasiados
capítulos que recopilan el proceder ilegal del ciudadano español, su rebeldía.
Tal vez sea una forma espontánea de liberación teniendo en cuenta el afán
tiránico del poder. Sin embargo, dicha conducta puede considerarse nada ofensiva
al Estado de Derecho ni perniciosa para la sociedad. Resulta una conmovedora licencia
que se corresponde con el pataleo impulsivo. Diferente trascendencia y alcance tiene
la actitud de los partidos hoy en el poder y quienes componen la oposición. Las
leyes ajenas a la lógica o al sentido común —más allá del texto jurídico— son, aparte
de un sinsentido, ilícitas e ilegítimas. Por ejemplo, el Estado de Alarma
contraviene derechos fundamentales, entre ellos el de movilidad. Otra cosa es
que gobierno (por comodidad) y oposición (por oportunismo futuro) lo prefieran
al Estado de Excepción, legitimado por el régimen constitucional para prohibir toda
actividad. Con matices diferenciadores, la proposición de ley para cambiar el
CGPJ lleva parecido derrotero.
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