Pareciera que algunos
políticos —adjudicándose una facultad prodigiosa entre soberbia y delirio— se
sienten llamados, con vanidad impertinente, a cambiar el curso de los
acontecimientos. El denuedo, agregado a la estupidez, forja al individuo fanático
e inflexible, incapaz de ver lo pretencioso, a veces lo absurdo, de su empeño.
No atino a deducir qué razón, desde luego nunca de amejoramiento, les lleva a entorpecer
sus capacidades (si las tuvieren), tal vez a achicharrar su pobre brillo. Verdad
es que mi opinión sobre los políticos, en cualquier ámbito, carece de lecturas arrebatadoras.
Al mismo tiempo, creo ser moderado en cuanto a mis consideraciones. Infiero sus
muchas lagunas y carencias, a cuyo efecto hago un ejercicio de contención en el
examen que realizo con especial, quizás inmerecida, compostura.
Paradójicamente,
vislumbro —diría estoy convencido— qué proyectan hacer con nuestro país, pero
cuando intentan explicarlo me pierdo en un laberinto muy probablemente impulsado
desde antros oficiales. Observo la comunión entre Unidas Podemos y los
independentistas catalanes con el hermético plácet del gobierno que, como mucho,
opone un tenue eco constitucionalista. Este rastro, y no otro, marca la
dirección inequívoca emprendida por el PSOE que Sánchez arrastra a la ciénaga.
Luego, surgen mezquinos agentes socialistas, y medios próximos (subvencionados con
largueza), echando culpas a un PP “bloqueante”, subyugado por esa “extrema
derecha que anticipa todos los males futuros de España”. Advierto, y me intranquiliza,
que el subterfugio adquiera pátina de dogma incuestionable mientras la razón queda
arrojada al vertedero social. Constituye un rasgo destacado en la coyuntura
actual.
Nuestra democracia
adolece de una genética débil y su componente educacional (parte complementaria
del carácter) conforma diversas perversiones que la recrean maligna. Desde hace
años vengo oteando gran actividad en ingeniería social. Cada vez estoy más persuadido
de que la LOGSE, aquella ley educativa iniciada en mil novecientos noventa por
Felipe González, inició la desnaturalización del sistema. Su consecuencia inmediata
fue el aumento de individuos semianalfabetos, faltos de espíritu crítico,
pasotas. Los medios, siempre volcados —sin eufemismo, vendidos— con la
izquierda progre, han representado también un papel estelar en el deterioro
notable. Al efecto, hoy los achaques que padece nuestra organización política
son de tal envergadura que cualquier sigla promueve un ritual exclusivo como puntal
y esencia democrática: introducir, cuando toca, papeletas en la urna. Ni más,
ni menos; o sea, un fiasco, una decepción.
Decía James Madison,
cuarto presidente de Estados Unidos: “¿Qué es el mismísimo gobierno sino la
mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana?” Cierto, el
ejecutivo condensa su propio desprendimiento o voracidad espuria, cleptómana,
según indique esa reflexión apriorística sobre la naturaleza de los ciudadanos
a quienes representa. Visto lo visto, nosotros hemos sido abducidos por
decenios de farsa y manipulación sistemáticas (de)generando la sociedad
abigarrada, rota, maldita, que aguanta estoica los abusos presentes y, peor
todavía, aquellos que deslinda un horizonte infractor. Sí; el abandono acomodaticio
—en ocasiones complaciente y cobarde— falto de respuesta firme, legitima las arbitrariedades
que todo poder agiganta, paso a paso, sin escrúpulos ni peajes. Aunque no lo
veamos así, somos instigadores más que agredidos.
Mucho se habla de cambiar
el statu quo —logrado en la Transición— por parte del gobierno
social-comunista. Desconozco si el enredo constituye una coartada para acreditar
inocencia necia o encubrir ineptitudes. Es probable que su objetivo se alargue
a ocupar el poder al máximo utilizando estrategias indecorosas. Hasta avisto posible
un episodio de paranoia transversal modulada alternativamente por unos y otros.
Al final, como táctica marxista, forzarán una sociedad subsidiada para monopolizar
el poder de manera indefinida. Tienen ejemplos clarividentes en Andalucía,
Extremadura y Castilla la Mancha, autonomías que el PSOE gobernó largo tiempo sin
apenas alternancia política y que lideran de largo la penuria nacional. Aminoran
todavía su aportación liberal por anquilosamiento pues atesoran engorrosas insuficiencias
democráticas.
Más allá de palabras y
gestos adscritos al escaparate político del que Sánchez es un gran especialista,
los hechos oscurecen bastante su gestión política. No ya por animar desde la
zona muerta, escondido, de tapadillo, a pisotear cualquier discrepancia o aglutinante
constitucional (incluyendo el diálogo fructífero, sereno), sino por agredir —dopado
con apoyos poco recomendables para un presunto partido de Estado— instituciones
básicas como Judicatura o Monarquía. Censura sin pestañear todo lo que pueda
suponer obstáculo para aferrarse a La Moncloa. Almacena venganza terrorífica
contra quien ose retarlo real o imaginariamente. Vean, si no, con qué porfía ultraja
a los madrileños para aleccionar a su presidenta. Deduzco que la resolución del
TSJM, ilegalizando la orden ministerial sobre Madrid y otras nueve ciudades, ha
encrespado al presidente. La respuesta enrabietada con el Estado de Alarma ad
hoc, traerá consecuencias electorales y jurídicas.
A consecuencia de que el
independentismo tiene agarrado a Sánchez por “La Moncloa”, léase o entiéndase dídimos,
España deviene en país de los referéndums. Uno para satisfacer a ERC, al menos,
y otro decisivo que pretende retribuir a sus coaligados para cambiar la
Constitución. Unidas Podemos, quiere un sistema republicano, plurinacional (federado
o confederado asimétrico, incluso disgregante), que le permita “asaltar el
cielo”. No contento con estas “bodas de Camacho”, políticas y opulentas, UP
asalta al rey y al CGPJ con la venia de expertos jueces eméritos que embarran
el TSJM por considerar que dicho tribunal está contagiado ideológicamente. Su teoría
descansa en que todo confinamiento precisa Estado de Alarma mientras el cierre
perimetral no porque este último no restringe derechos fundamentales. ¿Contagio
ideológico? Solo cuando rechace mi tesis. ¿La movilidad no es un derecho
fundamental? ¡Ah! sí, claro
Constato, con alguna variante,
las palabras de Ramón Sampedro: “Solo el tiempo y la evolución de las conciencias
decidirán si mi “predicción” era razonable o no”. Ni soy inteligente ni tengo
opción de consultar al Oráculo de Delfos; por tanto, me es imposible saber qué decisión
tomará el Tribunal Supremo sobre Iglesias por el caso Dina. Tengo, sin embargo,
la certeza absoluta de que querellas y farsas se resuelven por los tribunales
ordinarios —cuyas resoluciones son recurribles— y por Cronos, cuyos fallos
adquieren el atributo de inapelables. Este tribunal absoluto, terco, preciso, ha
dado el veredicto de qué y quién es Pablo Manuel Iglesias Turrión.
Por cierto, aprovechando
las ansias insólitas que algunos exhiben para cambiar la Constitución, ¿podrían
los políticos completar el referéndum pertinente con la pregunta de si los
españoles queremos o no Estado Autonómico?
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