Hasta hace poco,
nuestra política venía exclusivamente coloreada por el azul y el rojo,
tonalidades enfrentadas, amén de adversarias, que surgieron en la Revolución
Francesa para cotejar derecha e izquierda. Sin embargo, España también es
diferente a la hora de interaccionar color con vísceras, sentimientos o
emociones. Lejos del sosiego, sometidos al reto sempiterno y vivificante, ambos
colores dividen el país irremisiblemente. No solo lo helaron produciendo medio
millón de muertos sino que, tras ocho décadas, todavía rojos y fachas-azules
son insultos expectorados, arrojadizos, furibundos. Resulta curioso que no se
hagan distingos entre sangre regia y proletaria (azul y roja), pues toda se
unifica dando lugar a curiosas aproximaciones beligerantes. Machado supo ver
como nadie la terrible divergencia que marcó, marca y probablemente marcará
esta idiosincrasia tan particular que nos distingue, asimismo atormenta.
Sin diluir el odio, ni
mucho menos, estas tonalidades emblemáticas, luctuosas, se vieron acompañadas
por una nueva de naturaleza afable, aglutinadora: el magenta de UPyD. Junto al
PP, PSOE e IU, se acostaba otro partido ínfimo, humilde, sin pretensiones. Pese
a que fue llave en ayuntamientos y alguna autonomía, nunca pasó de impulso
ilusionante. Siempre lo juzgué un color libre de ansias dentro de su firmeza
que, en ocasiones, radiaba insolencia. Ha sido pasto del cesarismo
incomprensible e incomprendido. No llegó a la escala base -aunque le faltó
poco- y alimentó una lucha intestina que acabó por vencerlo. Necesario, casi
imprescindible, la indigencia mediática y financiera terminarán llevándolo al
rincón del olvido. Niegan la posibilidad de que alguien recoja el testigo socialdemócrata
a la europea cuando el PSOE, cada vez más desorientado, se ladee hacia un
radicalismo suicida.
Algunos, con intereses bastardos,
defienden que hay un cambio acelerado en los modos políticos. Semejante
análisis, desde mi punto de vista, es erróneo. Lo que curre es mucho más
simple: la depauperación de las clases
medias (convertidas en decadentes menestrales sine die) y la inadmisible
corrupción de las élites político-financieras, son razones definitivas. El
nacimiento de Ciudadanos y de Podemos es, pues, la resultante obligada, fatal,
de una cogestión desastrosa imputable a dos partidos que han traído este
escenario mísero, al tiempo que delictuoso. Ellos y solo ellos son los padres
putativos del arco iris que oteamos en el horizonte electoral. Mención extraordinaria
merecen aquellas agrupaciones, heterogéneas cuando no divergentes, que hacen
gestos -dada su incuria- en las principales ciudades del país o que utilizan
los sentimientos identitarios como tapadera de hediondos brebajes.
Ciudadanos eligió el
naranja; color levantino, alegre; con fundamento, con sustancia, para provocar
la atención del individuo. Fueron inteligentes, prácticos, seductores, hasta en
ese pequeño detalle casi doctrinal que muestra a las claras su afán de
“pegada”. La nitidez cromática contrasta con abundante y ajena confusión ideológica.
Se considera un partido que va desde la extrema derecha (según los
independentistas catalanes) hasta la izquierda neta, en opinión del PP. Es
evidente que estos extremos le vienen sugeridos por siglas lesas o
damnificadas. Rajoy, junto a sus voceros, lo ubica a la izquierda porque sus
votantes de antaño, hogaño porfían atropelladamente por confiar en Albert
Rivera. Puede, al final, convertirse -para bien o para mal- en partido de
gobierno dejando atrás esa función de bisagra que ahora mismo se le adjudica.
La frescura y pureza que desprenden le hacen asombrosamente rentable. Ser
centro indiscutible del foco mediático y social puede suponerle un marco de inestabilidad
si no administran adecuadamente tiempos y compañeros de viaje
Podemos eligió un morado
precursor. Si bien es el color que transforma espíritu y mente (propio de
nazarenos y penitentes), para el esoterismo potencia la trasmutación, la
transgresión y el cambio. Ignoro si sus fundadores, élite universitaria, casta
selecta, rumiaron una u otra cualidad. El resultado final, a que tienden todas
las prospecciones sociales, le acerca a las últimas. A poco, Cronos les asignará
retales en vez de expectativas brillantes. Quizás a sus líderes destacados les parezca
bien que quede algo, sea o no transgresor, ante el cariz de ruina que predicen las
encuestas. Los objetivos, en ocasiones, acostumbra a cargarlos el diablo. De
conquistar aquel cielo pretérito por asalto han pasado a procurar que no les
caiga este encima. Sospecho, con argumentos consolidados, que pese al viaje atroz,
morado, de última hora, nada puede imputársele al color; sí a la egolatría,
prepotencia e impiedad, de un líder cuya estrategia se ha revelado desastrosa.
Jordi Ébole puso sobre
la mesa, con ligereza o mala leche, el color negro. Preguntados Pablo y Albert si
habían cobrado o pagado en dinero negro,
durante segundos se adueñó del coloquio un silencio cortante, acusador, para
luego silabeando, arrastrando vergüenza ambos, reconocer que sí en algún
momento de sus vidas. Desgraciado y desgracia se conjugaron una noche
fantasmal, ardua. Trajo cola el valiente, sincero e inoportuno reconocimiento
de su salto torero a la obligación fiscal. Pedro Sánchez, a preguntas de María
Casado, respondió entre malhumorado y seguro que él jamás había pagado con
dinero negro. Sí reconoció haber cobrado tiempo atrás -al principio laboral en
que ética y seguridad están reñidas- cierto dinerillo oscuro. Le faltó aseverar
que lo hizo como prueba material,
ejemplarizante, de rechazo al racismo. Pero hombre, Pedro, que este país tiene socialmente
implantado un precepto justo: evitar, cuando se puede, el IVA y otros impuestos
abusivos, confiscatorios, no ya por sus motivaciones sino por el uso
arbitrario, corruptor y ratero a que suelen ordenarse.
Dejémonos de colores,
aquí solo predomina el color del dinero. Eso, al menos, parece indicar el
nacionalismo catalán que, imitando el agua, es incoloro, inodoro e insípido.
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