Sabemos que los sistemas
democráticos aparecen por la necesidad de amparar intereses y derechos
individuales. El Estado nace como respuesta a la debilidad e inconsistencia
humanas. Nadie puede defender aquellos en solitario. Por esta razón es
imprescindible crear un cuerpo imbricado, robusto, seguro. La Revolución
Francesa, matriz del Estado Moderno, conformó su proceso con la Declaración de
los derechos del Hombre y del Ciudadano. Ella, amén de estos principios
constituyentes, hizo desvanecerse el absolutismo monárquico equivalente a
cuantas dictaduras aparecieron después. Sin embargo, su pureza no impide que
ciertos prohombres, bajo una apariencia democrática, se burlen de aquellas
esencias. Tal vez el tiempo, la desmemoria o ambiciones ilegítimas, la vayan
desnaturalizando en perjuicio de un ciudadano desclasificado, apático, harto
dentro de su resignación.
Confiscar significa
atribuir al fisco unos bienes que eran propiedad de una persona en virtud de
disposiciones legales. En otras palabras, sustraer legalmente o no tanto. Refiero
mi caso particular para que el lector consiga situarse en la siguiente exposición.
El pasado mes de julio fui sancionado por exceso de velocidad con cien euros.
Cuando se me comunicó tal incidencia estaba en mi pueblo natal conquense mitigando
los calores valencianos. El cartero, al no localizarme, devolvió la notificación.
De inmediato, se recurrió al BOE -que nadie lee- para darme por enterado.
Aparte de no percatarme (como es lógico), semejante eventualidad impedía rebajar
el cincuenta por ciento. Hace unos días recibí la llamada de una empresa
dedicada a gestionar multas de tráfico. A través de ella conocí la existencia
de la infracción y me comunicaron que
tenía quince días para reclamar o pagar cien euros, salvo su anulación. El precio,
cuarenta euros. Acepté, lo que puede suponer un monto total de ciento cuarenta euros
en vez de cincuenta. Como puede imaginarse, inicié un cabreo de bastantes
decibelios.
Siendo irritante el
escenario expuesto, mi disgusto aumenta con la novedad. El Tribunal
Constitucional hace tiempo resolvió, a favor de los Automovilistas Europeos
Asociados (AEA), lo siguiente: La comunicación de actos judiciales mediante
edictos solo es ajustable a las exigencias del artículo veinticuatro de la
Constitución (derechos de los ciudadanos) cuando es absolutamente imposible la comunicación personal al interesado. Su finalidad
consiste en rehuir limitaciones del derecho a la legítima defensa y a la
prohibición de indefensión. Es de suponer que su alcance concierna también a
los actos administrativos para salvar rechazos indeseados a aquellas judiciales.
Hoy, esa imposibilidad de la que habla el Tribunal Constitucional como marco de
acceso al BOE es quimérica más que difícil. Con estos antecedentes, podemos
extraer la percepción de que todas las instituciones se saltan las leyes a la
torera; es decir, hay una burla evidente a los derechos ciudadanos. Mientras,
al individuo se le exprime hasta el agotamiento en una codicia insana.
Estaremos de acuerdo en
que la robustez democrática es directamente proporcional al Estado de Derecho
que la sustenta. No sirven enunciados ni soflamas. El movimiento se demuestra
andando. El aprendizaje diario confirma a las claras la indigencia legal con
que tropezamos en tantos y tantos episodios. Cuánta envidia suscitan las
referencias a países como Dinamarca, Finlandia, Suecia o Noruega. Cuánto
malestar, hastío y vergüenza, anidan en
nuestras vivencias democráticas. De aquí procede el desapego a políticos e
instituciones. Nadie quiere herramientas caras, ineficaces u obsoletas.
Quienes por cuestiones de
edad no conocieron otro régimen, andan perplejos, perdidos, dubitativos cuanto
menos. Uno de mis hijos -ingeniero, funcionario, ideológicamente moderado, con
dos hijos pequeños y esposa en paro- estaba tan pesimista que su única salida
era votar a Podemos. Me costó convencerlo de que esa opción suponía el
totalitarismo disfrazado de sirena. No me extrañó porque los que vivimos el
franquismo, en alto porcentaje, evocan con deleite aquella época. Resulta
curiosa la confluencia dictatorial entre jóvenes y mayores. Parece ser el
designio de España. Tras una vivencia democrática viene un periodo absolutista
o dictatorial. Ocurrió en la Primera República, en la Segunda y no descarto que
termine igual esta monarquía parlamentaria.
¿Por qué los políticos
siguen luciendo incapacidad democrática? ¿Por qué jóvenes y mayores, por
distintos impulsos, detestan al final democracias que ansiaban, o eran ansiados,
vivir? ¿Qué ocurre? Tengo mil respuestas juiciosas. Desconozco, asimismo, el
afán de esta caterva por matar la gallina de los huevos de oro. Tanto
desaprensivo como anda suelto crea una atmósfera contaminada, irrespirable.
Traspasan todas las líneas rojas y el pueblo termina por repugnarlos. A ellos y
al sistema que representan.
El gobernante que
incumple la Ley queda inhabilitado para hacerla cumplir. Se inicia así un veloz
tránsito hacia la ley de la selva exterminando, a poco, cualquier respeto por
los derechos individuales. Se rompe, pues, el puente que une al ciudadano con
la democracia y aparece, por reacción, un sistema opresor pero intransigente
con todos. Esta ulterior característica lo hace duradero, convirtiendo en probidad
lo que a todas luces es lacra. Para concluir, pido perdón por el exabrupto con
carga tremendista, poco piadosa, pero presuntamente bíblico, que dice: “O
follamos todos o la puta al río”.
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