Reputada, incluso relevante,
es la sentencia atribuida a Sócrates: “conócete a ti mismo”. Constituye el embrión
de aquel dictamen aristotélico relativo al apetito humano por el conocimiento.
Siguiendo la senda que marcara tan autorizado sabio, uno debe conocerse a sí
mismo como génesis de posteriores aprendizajes. Compendios básicos de filosofía
y sociología mantienen que necesitamos imperiosamente mirarnos en el prójimo,
cual espejo clarificador e irrefutable, para llegar al conocimiento propio. Además,
origina una interacción recíproca, un método de inducción a la manera del flujo
electromagnético. Así aseguramos, al menos, alejar el lastre ególatra que nos
llevaría a una visión subjetiva -seguramente errónea, cuando no malsana- en las
relaciones sociales. Es decir, el otro yo, nuestro simétrico, se imbrica con
nosotros para alcanzar el discernimiento que debe acercarnos a la íntima
realidad.
Sin embargo, a veces interesa
reconocer el espejo, captar su esencia. No debemos conformarnos con ese efecto proyector
del yo; hemos de advertir, por otra parte, materia y estructura. Más allá del
modelo, del contraste, el otro tiene una influencia extraordinaria porque somos
seres sociales. Robinsones y anacoretas se aíslan contra su voluntad o a
resultas de cierta exaltación espiritual. Mayoritariamente sedimentamos el
carácter, la conducta, sometidos a influjos externos. Por este motivo, cuando
se habla de personalidad debemos aglutinar un componente genético junto a otro
educacional. Ortega, en su perspectivismo, mantenía que nos encontramos a
medida que vamos percibiendo el mundo que nos rodea. En este contexto, el
individuo profesa un papel estelar. He aquí las razones que permiten fundamentar
la gnosis del otro. “Yo soy yo y mis circunstancias”. Si perseguimos evidenciar
el yo, resulta prioritario descubrir esas “circunstancias”.
Si dichas “circunstancias”
se dedican a la política, es decir, si su actividad concierne también al
bienestar personal, se impone desentrañar qué virtudes o defectos se ocultan tras
esa máscara. El político actúa, vincula su talante, su embozo, a los embates de
cuantas prospecciones sociales se realizan. Solo tiene un objetivo: conseguir
el poder por encima de otras consideraciones. Quien opine lo contrario se
equivoca. La Historia da suficientes testimonios que constatan tal afirmación.
Necio es mantener tesis antagónicas. Cualquier inacción que reporte ignorar la
verdad del otro, revalida el extravío de nuestra existencia; fuente probable de
todos los males que aquejan al individuo confiado.
Aún caliente el fichaje
del general Rodríguez por Podemos, han surgido toda clase de especulaciones.
Desde un pelotazo electoral, de resultados inciertos por el nuevo tinte
militarista, hasta una sutil confabulación para descabalgar a Pedro Sánchez
como cabeza visible del PSOE. Fuera de cualquier análisis, ha resultado -sin
duda- un excepcional acontecimiento mediático. ¿Significa, asimismo, este
lavado de cara alguna novedad en su doctrina u objetivos? Mi respuesta concisa,
clara, es no. Por mucha capa de moderación, de solidez democrática, que reivindique
este golpe de efecto, bajo ella permanece la entraña primigenia que, a tenor de
viejas proclamas, es populista, totalitaria, en esencia. Muy a su pesar,
todavía enseña actitudes y maneras caudillistas dignas de preocupante reflexión.
¿Dónde se ubica Podemos? Se
hace obligatorio repasar las zozobras e impaciencias políticas de su líder,
junto a la diversidad doctrinal de esta izquierda patria cuya estrategia común
consiste en reescribir hechos y lugares asaltando sus contenidos. Al final,
cuando se les conoce bien, aquella realidad transformada, virtual, se deshace cual
azucarillo en agua. No obstante, deja paradójicamente un sabor amargo. Digo, la
izquierda española venía representada por el PSOE que jugó un indiscutible servicio
modernizador y democrático a la España postfranquista. El PCE (posterior Izquierda
Unida) aceptó las reglas liberales al tiempo que desempeñaba un papel destacado,
muy destacado, durante los primeros años de la Transición. Ambos partidos se
encuentran fuera de toda duda, tras cuarenta años, ganándose a pulso la
etiqueta de calidad democrática.
Pablo Iglesias pudo
adscribirse al PSOE. Lo intentó en Izquierda Unida pero su proceder egotista y
megalómano lo impidió; fue rechazado. Semejante contrariedad le llevó a fundar
Podemos bajo la égida de un orfismo enfermizo y petulante. Ahora -acompañado de
una cohorte cercana, elitista, casta genuina- acaricia suavizar aquel discurso
inestable, pavoroso, en el que rompía con todo y con todos para iniciar un
régimen lozano entre delirante y despótico. Consiguió mediante ofertas,
atractivas fuera del rigor, embaucar a gente heterogénea, desigual, que le dio
unos frutos desmedidos, increíbles. A poco, va ocupando el espacio que le
corresponde una vez raspada esa cutícula de seducción sabiamente aderezada. Si el
PSOE ocupa, presuntamente, el ámbito socialdemócrata; si Izquierda Unida se
ladea a la izquierda del anterior, ¿qué le queda a Podemos salvo el extremo? Al
pan, pan y al vino, vino, independientemente del atributo que sus
representantes más ilustres (por utilizar un adjetivo) determinen otorgarle.
Conoce a los otros no
constituye solo un sentir contradictorio a aquel socrático y que sirve de
venero a todo conocimiento posterior. Diría que introduce una añadidura
aconsejable, básica, para llegar al control que la soberanía popular y el
sosiego individual requieren. Discriminar churras de merinas es una propuesta
cardinal en cualquier coyuntura política. No nos dejemos convencer por el
pelaje, pues hay mucha engañifa. Deambulemos el trayecto ojo avizor, con
cuidado.
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