Según los principios
básicos de teoría política, las estructuras nacionales pueden constituirse en
estados unitarios, federales y confederales; todos ellos propios de sistemas
democráticos. Federación y confederación tienen procesos que se asemejan al
método inductivo. Aglutinando varios estados simples, independientes,
soberanos, bajo dicha lógica inductiva, se construye una unidad más compleja:
el Estado Federal e incluso Confederal. Ambos difieren en que los asociados a la
confederación sí se disgregan a voluntad, mientras los federados no. Sin
embargo, pretender federar un estado unitario, deducir qué partes lo informan,
acometer una división confusa, discrecional e inédita, resulta tan arriesgado,
tan ilógico -cuanto menos- como desear la independencia en nuestro mundo, ajeno
al colonialismo y vinculado a una economía globalizada.
Disertar, digo, sobre
independencia y autodeterminación en el primer mundo, a día de hoy, supera los
límites impuestos por el sentido común. Mal, muy mal, debe encontrarse una
sociedad que acepta el discurso, la credibilidad, de cualquier mensaje que
inspire aquellos afanes descabellados. No ya por incumplimiento de la regla
común, sino por el despeñadero aledaño al final del recorrido. Resulta chocante
que el apoyo sin condiciones, esa pleitesía obtusa, provenga de quien ha de
sufragar los peajes. Políticos y adláteres saldrán indemnes de tan onerosas
tentativas. Mientras, la masa -que alienta exaltada el escenario- rubrica con
su firma gravosas facturas. Siempre ocurre lo mismo; es un hecho recurrente a
lo largo del devenir histórico. Entre tanto, y aunque parezca extraño, el
pueblo (cada vez más insensible) glorifica la miseria total a que se ve
sometido.
Mediados los sesenta del
siglo pasado, viví durante tres años cerca de Manresa. El pueblo -sobre ocho
mil habitantes- tenía tres fábricas textiles, un matadero, la Pirelli y
numerosos talleres. Apenas existía paro en Cataluña, verdadera tierra de
promisión. Media España saboreaba aquella zona ubérrima, acogedora, generosa.
Recuerdo que llegaban familias andaluzas, verbigracia, cargadas de hijos y de
penuria para (a los pocos años) convertirse en gentes, si no adineradas, con
notable patrimonio. ¿Cuántos emigrantes encontraron trabajo, fortalecieron una
economía débil y pudieron mandar su prole a la universidad? Conozco a muchos.
Eran los años del
proteccionismo franquista. Entonces nadie movía un dedo, no por miedo sino por
satisfacción. Cataluña nadaba en la abundancia gracias a ingentes inversiones y
facilidades que adjudicó Franco. De hecho, se llevaba casi todo el pastel
financiero. Aquel nacionalismo se limitaba al abad de Montserrat y a un entorno
elitista. Después vinieron la Transición, la economía de mercado y los chinos.
Un exceso de dádivas otorgadas por PSOE, amén de PP, nos han conducido al disparadero
actual. Para más ofensa dicen que ellos siempre ayudaron a la gobernabilidad de
España como si hubieran efectuado un sagrado acto de patriotismo. Se necesita
descaro. Callan, entre otras prerrogativas, que ochocientos mil votos supongan
doble diputados que dos millones a partidos nacionales. ¿Es justa una Ley
Electoral que posibilita tan antidemocráticos efectos? Sin comentarios.
Esta espantosa crisis
económica que sufrimos, acrecentada por la corrupción sistémica, ha provocado
una huida hacia adelante, una torpe llamada a la independencia para camuflar el
estercolero político que han generado unos y otros. Por este motivo, siglas tan
dispares como CDC y CUP suscribirán un compromiso que, sin llegar al delirio presente,
permita ocultar -con el beneplácito del gobierno central tras el 20 D- toda la inmundicia.
Conseguirán el lavado jurídico y social para mantener en pie un edificio que
necesita urgentemente profundos retoques. Cataluña conseguirá restablecer su
statu quo mediante un original equilibrio entre independentistas y unionistas.
El nacionalismo ha muerto en acto de servicio.
Pedro Sánchez embrolla el
momento presentando una grotesca, confusa e inexplicada solución federal. Nuestro
Estado Autonómico instituye un federalismo soterrado que no apacigua la avidez
de políticos insaciables ni de esa sociedad adoctrinada por el eslogan
chapucero, perverso e iluso de que “España nos roba”. Alguien afirmó no hace
mucho que partidos de innegable divergencia se aglutinaban por su entusiasmo independentista;
adhesivo sutil e inquietante. Agotado el papel legendario en la política
nacional por irrupción de nuevas siglas, rota la hegemonía de antaño,
disminuida su influencia, este independentismo se vislumbra como la futura
bandera que han de blandir para cosechar indulgencias una vez consumada aquella
función bisagra del nacionalismo caduco. El señor Durán y Lleida quedará fuera
del juego político a causa de su ceguera táctica.
Cataluña ofrece dos
únicas opciones: reflexionar -por parte de la sociedad- la ventaja de admitir una
independencia convenida y aceptarla como mal menor o seguir sacrificando sin
fecha fija al país en beneficio de una comunidad que históricamente ha exigido
unos privilegios inasumibles en democracia. Desde luego ha de acabarse el desahogo
que se permiten con la Ley. Argumento mi tesis basándome en lo expresado por
Miquel Caminal, profesor de teoría política en dos mil trece y que resumo. “La
obligación de todo federalista es promover la unión en la diversidad, pero
cuando no es posible asume el deber y el derecho a promover la secesión o
independencia. El catalanismo, en la hora actual, está asumiendo de forma
preponderante la opción independentista. Durante décadas se han defendido las
opciones autonomista y federalista, pero la cerrazón e intolerancia del
nacionalismo español ha dejado sin futuro ni credibilidad estas tradiciones
pactistas del catalanismo. En este caso la ruptura se hace inevitable y a la
nación catalana, siempre abierta al acuerdo y convivencia con los demás pueblos
hispanos, no le queda más remedio que iniciar su propio camino y esperar que su
voluntad de autodeterminación sea respetada y no ahogada por la fuerza”.
Leído el mensaje, aceptado
por una parte significativa de catalanes, hemos de constatar que Pedro Sánchez
pretende que esta sociedad española despliegue la fe del carbonero.
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