domingo, 30 de octubre de 2011

ALTA POLÍTICA


Me rindo. Todos mis esfuerzos para encontrar una reseña juiciosa del vocablo adjetivado que intitula estos renglones, resultaron vanos. Pareciera misión imposible averiguar su esencia más allá del tono burlesco (quizás ácido) con que algunos la intuyen. Así, Bartolomé José Gallardo, erudito liberal del siglo XVIII, la concebía próxima al capricho, misterio o absurdo, cuando, refiriéndose al proceder del preboste, escribía: "Pero lo que en los tiempos que llamamos de despotismo se tenía por sacrilegio, en los tiempos que llamamos de libertad se ha tenido por escrúpulo de monja". Algo parecido debiera juzgar Crispín, un jubilado cubano, al afirmar respecto a la revolución castrista de mil novecientos cincuenta y nueve: "No creo en nada ni en nadie porque al final todo es alta política y la verdad sólo se sabe mucho tiempo después y, a veces, nunca".


Es, pues, un hecho evidente que los ciudadanos sucumben al desconcierto y desorientación definitivos a la vez que el mandamás instaura políticas de altura. Desconozco si el fenómeno se manifiesta allende nuestras fronteras. Diría que en cualquier sitio cuecen habas; eso sí, en algunos (no importa precisar) a calderadas. Será la consecuencia necesaria del individualismo histórico, probablemente el efecto indeseado de la candidez emblemática e incultura tutelada desde el poder. Por fas o por nefas, qué más da, el español apura impotente la pócima que le hace víctima propiciatoria de la incomprensión, del divorcio total con sus gestores. Encima, tras sobrellevar la rapiña endémica, se le atormenta con toda clase de cánones y tributos.


Del rey abajo... todos, no supone únicamente el contrapunto al famoso drama de Rojas Zorrilla; confirma la sospecha de que los políticos, sin excepción de siglas o alcurnia, acometen en su quehacer gubernativo acciones que escapan al común. El asunto excede la esfera de lo complejo para ubicarse en el ámbito de lo hermético. El individuo, incluso hasta el más crítico e instruido, acepta cual dogma concluyente exento de tara o vicio la turbia ambigüedad. Ciego por el trance, llega al delirio de considerar esencia democrática lo que rectamente sólo tiene un epíteto: estafa en el método y manipulación doctrinal. Han hecho de la mentira norma, proceder ejemplar, patriótico.

Gran parte del pueblo español debe mantener asiento en los cerros de Úbeda al no advertir la obsesión presidencial por ocultar una crisis harto evidente. Ignoro qué efecto pudo producirle la fascinante (y falsa) salida de la misma sin apenas tiempo para rumiar patraña tan asombrosa. Zapatero se ha ganado a pulso la estimación de superchería, hecha tangible en cuerpo de mandatario. No le va a la zaga su delfín (algo maduro ya) Rubalcaba, quien tiene acreditados excelentes méritos -summa cum laude- como aventajado alumno de Maquiavelo. Lo proclama ese ir y venir, avanzar y retroceder, decir y matizar, puramente tácticos, sin otra intención clara. Gusta afirmar lo quimérico y negar la evidencia. Don Alfredo, al nacer, se ha equivocado de siglo; es un político extemporáneo. Configura, en el fondo, un avieso manual de instrucciones.


La vaguedad en Rajoy deja de ser cálculo para convertirse en fundamento. Quizás responda a ese tópico infundado del carácter gallego o sea producto de cierto espíritu indeciso e inseguro. Sus manifestaciones surgen tan poco convincentes que aparentan significar lo contrario. ¿Alguien puede asegurar su posición futura ante la ETA? ¿Y respecto al aborto? ¿Considera a las víctimas del terrorismo o pasa de ellas? ¿Entrará a fondo en el tema de las autonomías, capital para resolver la situación de crisis? ¿Cambiará la ley electoral y pactará un cambio del nefasto sistema educativo? Mi respuesta global tiene sentido negativo. Lo considero un razonable líder de la oposición, nunca del gobierno.


Para bien de todos, Zapatero tuvo que perpetuar su labor silente en el Parlamento. Rajoy jamás debió impedir el ascenso de políticos enérgicos y carismáticos. Sin embargo, la España deudora, entrampada, no puede (salvo suicidio colectivo) dejarse gobernar por Rubalcaba. ¿Entonces? Carezco de respuesta. Entre tanto, mientras surge una salida, obliguémosles a trocar su práctica por otra más cercana, menos confusa. Rechacemos esa autoconcesión y nuestra complacencia que les permite el exceso, pero también la chabacanería. Al método, verdadero prontuario de la manipulación, le acompaña un estilo mediocre y grosero. El ejemplo último procede del bufido que Joan Tardá dedicó a Peces Barba calificándolo de "enorme hijo de puta". Una descarga emocional (sin ambages) con etiqueta de alta política española.
 

 

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