Mucho se viene
conjeturando sobre los cambios medulares en el statu quo mundial a consecuencia
de la pandemia. Contra toda evidencia, deben existir oráculos agoreros proclives
al drama universal -tragedia encubierta- que lanzan llamadas, ininteligibles a una
minoría, para corroborar si el hombre confluye o disiente del destino a que le lleva
el caos o el azar. Ignoro si hay interés subrepticio, quizás manifiesto, de
sembrar alarmas para, quebrantada cualquier probabilidad de aguda reflexión,
indicarnos otro atajo aparente y, con todo, llevarnos al mismo asentamiento.
Desconozco qué mueve a violentar la dinámica de un mundo difícil, encarnizado,
vertiginoso, a la vez que deseable. Ciertamente, siempre hay gente dispuesta a
triturar la esperanza desafiando momentos que se desean equilibrados, llenos de
sueños compensadores, de sosiego. ¿Es posible que, ora infortunio, ya frenético
impulso colectivo, motiven estos supuestos, a priori, tan enojosos? Seguro, contingencia
y desazón suelen alejarse de la cautela.
El diccionario define
cambio como “acto de dejar una cosa o situación para tomar otra”.
Consecuentemente solo hay un cambio en sus dos extremos: vida y muerte. Lo
demás son perspectivas que Cronos va despejando sin salirse nunca del espacio
marcado. Todo cambio es, por tanto, una concepción adscrita al tiempo. Si nos
atenemos a la finitud de la existencia, queda como único recurso el
conocimiento fenomenológico conseguido, bien por vivencias personales, bien de
forma inducida.
Hoy, he topado con un ejemplo
que, generalizando la vacuidad del aserto (verdadero aluvión en estos tiempos),
espanta cualquier concepto. Su autora, campanuda en la tribuna del Parlamento,
ha dicho: “Al PSOE no le hicieron callar durante cuarenta años, tampoco lo va a
hacer ahora el PP”. Adriana Lastra, portavoz de aquel partido y causante, nació
en mil novecientos setenta y nueve; por tanto, carece del conocimiento empírico
de lo ocurrido en el franquismo. Asimismo, y es mucho más grave, temo que
tampoco haya tenido tiempo de adquirirlo inculcado. Debería saber que su
partido, durante tres décadas, hasta iniciarse los años setenta y de manera reservada,
se mantuvo mudo salvo que lo suponga invitado intangible a la trinchera interna,
díscola y clandestina, del PCE.
No es difícil deducir que
el runruneo tiene resonancias de origen ambiguo, al menos. Si tuviera visos
legitimadores, se ausentaría de cualquier aventurero que juegue con la noticia
intrínseca como si un confidente estricto -antes garganta profunda- se la hubiera
susurrado al oído. Desafiar políticas de alta ejecutoria atrae a medios y
comunicadores para superar su eterno incógnito casualmente con “el aquel”. En
ocasiones, también la multitud arriesga una contribución filantrópica; eso sí,
abarrotada invariablemente de oculto fanatismo. Que la balanza caiga del lado
chino o americano (no es posible otro cambio), que caigan regímenes
consolidados y aparezcan otros novicios, apenas estructurados, importa a la
Historia porque al individuo normal, incluso con giro contrario, le pilla fuera
de competición. A la gente solo le preocupa un cambio pecuniario; es decir, mejorar
su subsistencia. Nada más.
Los políticos, gente
anormal, tienen otras prioridades diferentes, contradictorias. Ellos sí
codician un cambio aparente, accidental, que los aúpe al pedestal áureo, aunque
su base sea arcillosa, providencial para la erosión. Esa lucha interna e inclemente,
permite cohabitar una voluntad ciega de servicio, al inicio de su vocación, con
el esfuerzo inapelable por extrañar el lastre que supone lo pródigo si busca alcanzar
la cima ansiada. No se deshumanizan, porque lo humano solo trasmuta con la postrimería,
pero -al igual que un río encajado y sinuoso- su vida, salvo excepciones insólitas,
debe transcurrir yerma, asistida por una guardia de tinieblas. La política
actual es tosca, inhábil, promueve pocas reformas; únicamente utiliza (añorando
extravíos ancestrales) triquiñuelas burdas. Este parece el caso de material
sanitario público marcado con logo del PSOE, al objeto de hacerlo pasar como
donación propia.
Cualquier disputa
política simula adosar a la virtud las mayores iniquidades, incluso estupideces.
Constituyen vagas formas de confinar cierta agresividad y agregarle una
concordia candorosa, quimérica. Cada cual saca a relucir sus armas más
devastadoras, por antiestéticas que pudieran parecer. Días atrás, TVE (con
ánimo de sustraer culpas a un gobierno inoperante) puso el foco en la higiene
de manos, junto al encierro de tos y estornudos entre brazo y antebrazo, como
medida esencial para vencer el coronavirus. Con un par. Donde he advertido el
famoso giro copernicano fue en Podemos. No hace tanto, Iglesias agitó el
Congreso con aquello de: “Felipe González tiene el pasado manchado de cal
viva”. Ahora -dominado por similar afición, desmesura y maximalismo- el ínclito
Echenique, mientras le hace carantoñas al PSOE, va y suelta al PP: “Ustedes,
como hace cuarenta y tres años, están contra la Constitución”. ¿Ignora, acaso,
que el PP nació once años después del referéndum constitucional? No, es un
torpe intento de podredumbre deslegitimadora; algo parecido a asegurar que
Podemos es la filial del bolchevismo ruso en España.
Revolución, en su
acepción segunda, significa cambio profundo, generalmente violento, en las
estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional. Tiene, según
vemos, parecido linaje que el cambio si desdeñamos algunos matices significativos.
Tanto es así que suelen aprovecharse vicisitudes, coyunturas, apocalípticas
para alimentar feroces atropellos. George Orwell mantenía que: “Nadie instaura
una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace
para instaurar una dictadura”. Cuando los pueblos interpretan correctamente el
mensaje, quienes perfilan y puntean gigantescos seísmos sociales en papel
cuadriculado, quienes aspiran a capitalizar emancipaciones de individuos cautivos
en sus propios laberintos, pergeñan desvaríos con frustración asegurada.
Cada vez más la brutal crisis
sanitaria y económica alimenta el pesimismo de amplias capas populares,
temerosas de aciagos conflictos sociales. Añaden, al hecho objetivo, el avance velado,
metódico, preciso, de la extrema izquierda (y sus postulados) en un gobierno
desarbolado, sin timón. Añado esa peligrosa quietud de una oposición superada
por la inercia, el paréntesis. A la postre, es innegable que cualquier
televisión -pública o privada- une su unilateralidad a las huestes demoledoras.
Aparte, las tácticas suaves o adaptadas al hábitat (tipo camaleón) suelen
producir narcolepsia; es decir, sopor agradable, paralizador. Pese a todo,
deduzco que la controvertida globalización, formar parte de un conglomerado
supranacional y alguna otra premisa suelta, hacen imposible vivificar otra
involución terrorífica. Sin enmienda ni mitigación por lo ya sucedido, pudiera que
el coronavirus precipite la caída de Sánchez y con ella se salve España.
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