En mi vida laboral fui
funcionario de carrera. Ser funcionario, estar al servicio del Estado y por
tanto del ciudadano, implicaba aprobar una oposición más o menos dura y
competitiva. Sin embargo, opositar es un vocablo que produce -siempre fue así-
inquietud, temor y ansiedad. Cuando yo empezaba, mediados los sesenta del siglo
pasado, aún era considerado poco temible pues la proporción entre plazas y candidatos era liviana.
Pese a tal ventaja había que estar un año o dos “pelando codos” en el argot
habitual. Hablamos de una oposición convencional, la que servía para acceder a
los grupos A y B a través de una licenciatura o diplomatura respectivamente. Juez,
abogado del Estado, notario, registrador, etc. atemorizaban por su complejidad
y carácter endógeno. Individuos inteligentes y vigorosos tardaban sobre cuatro
años en aprobarlas. Algunos, muchos, fueron incapaces por el esfuerzo extraordinario
que entrañaba obtener plaza. Una vez aprobados, el futuro era prometedor, envidiable,
propio de la burguesía intelectual.
Hoy ha cambiado la entraña y, sobre todo, el cupo.
Paradójicamente, el sistema está más politizado y el nepotismo se adueña del
entorno. Quizás el escaso interés que había años atrás por la función estatal -mal
retribuida- potenciaba una evidente falta de atractivo. Demasiados sacrificios
para tan escasa compensación. Ahora continúa el chorreo de quienes prefieren
optar por aquellas plazas exclusivas, cuya dificultad no ha ido en aumento. No
obstante los aspirantes a una plaza ordinaria se han acrecentado de forma
exponencial. Este marco lleva a normalizar las primeras pero a hacer arduas las
segundas a consecuencia de la relación plaza-aspirante. No extraña a nadie que
para cubrir alguna decena de puestos se presenten varios millares. Hay quienes perseveran
tanto que el apartado profesión puede cumplirse con un solo vocablo: opositor.
El actual sistema trae consigo nuevas ideas, estrategias y
artes. Últimamente malas artes. Ha surgido una clase vieja, nada bisoña, con
los mismos tics de aquella que generó miseria y odio pero travestida de
juventud a la par que seducción. Ayer, unos partidos genuinos, demócratas,
garantes -mal que bien- de las libertades individuales, nos dieron cuarenta
años de paz. A trancas y barrancas, cierto, trampeando, con juego poco limpio
en ocasiones, pero acatando tácitamente la norma que configura a los países
democráticos. Hubo algún abuso, apropiaciones indebidas, incluso atropellos,
aunque jamás se sobrepasó la frontera que abre la puerta al totalitarismo.
Afirmar que el concierto fue ejemplar implicaría un exceso. Hemos disfrutado de
concordia y de paz, algo que poco a poco se va diluyendo, nos lo están secuestrando.
Desde hace algunos años alimentamos una crisis social
¿inesperada? y otra económica que, al parecer, cumple su ritual cíclico. Como
consecuencia irrefrenable, surge el populismo demagógico y tiránico. Siempre
ocurre así y la Historia lo coteja. El cisma social ruso trajo el leninismo-estalinismo
depredador. La crisis económica motivó el fascismo italiano y el nazismo
alemán, tan terribles como los anteriores. Ahora, en España, surge una
izquierda radical, totalitaria, liberticida, que ahondará ambas crisis y nos
hará esclavos de su mesianismo. ¿Cómo hemos llegado a este escenario? ¿A dónde
nos encaminamos de forma tan irreflexiva? ¿Creen ustedes que esta caterva fanática,
soñadora y chulesca nos va a llevar al Edén? Craso error, vamos derechos al matadero.
Tiempo atrás empezó un paralelismo entre decoro e indecencia al
ofrecer semejantes alternativas. Ciudadanos juiciosos entraban en la función
pública diseccionando el temario propuesto, con sacrificio personal y financiero.
Individuos atípicos, para lograr parecidos empeños, maduraban diferentes
méritos. Aquellos dependían de su esfuerzo, estos de su cínico descaro.
Aquellos dejaban intactos sus principios morales y éticos. Estos los sojuzgaban
bien con la provocación desairada -cuando no violenta- bien con agasajos,
fidelidades y servilismo de felpudo. Así se ha constituido un Estado a cuyo
frente hay dos millones de funcionarios y millón y medio de enchufados;
políticos institucionales u orgánicos aparte. Desconozco qué pasos exactos
hemos dado hasta llegar a esta coyuntura inasumible.
Nuevos disfraces, moderno discurso y tácticas agresoras,
dejan fuera de juego -sin defensa ni respuesta- a un ciudadano falto, apático, abatido.
Quien aspire a gerifalte del nuevo embeleco debe presentar un pedigrí forjado
en años de revuelta, de disturbio, de atropello. Exhibe, así, méritos para
formar parte del entramado político que nos acecha, para vivir a la sombra de
un aparente sacrificio personal en beneficio del actual ciudadano surgido por
la acción perversa e inmoral de una inmunda ingeniería social. Suele iniciarse
temprano en plataformas, ONGs, colectivos; en definitiva, se foguea dentro del
activismo acreedor. Desde luego financiado con fondos públicos dando lugar a un
arribismo jugoso. Al fin y a la postre, pretenden vivir (sin excesivos disimulos)
de la ubre del Estado. Concienzudos e histriónicos.
Los tenemos ahí, al frente de municipios, diputaciones,
parlamentos autonómicos y, pronto, en el Congreso. Carentes, o cicateros, de
currículum laboral. En ocasiones, ni siquiera académico. Son doctores de la agitación como estrategia
revolucionaria. Aman el enfrentamiento, un medio para conseguir parcelas de dominio,
de status. Constituye una especie tan numerosa que no precisa concreciones.
Basta con mirar ayuntamientos o autonomías para advertir su infecta actividad.
Qué discordia, cuánta incoherencia, se observa en su trayectoria pública. Al
final, los responsables somos nosotros por haberlos aupado a un trono
inmerecido. Aceptemos nuestra deuda con los funcionarios, nunca con los
bribones.
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