Con
este título, en mil novecientos dos, Lenin divulgaba un ensayo para sintetizar
las experiencias de los activistas rusos. Importaba el modelo del Partido
Socialdemócrata Alemán a fin de conseguir la movilización obrera evitando el
marco represivo del absolutismo zarista. Otros, como los partidarios del
economicismo y Kautsky, defendían mejorar las condiciones de vida por medios
pacíficos dentro del sistema capitalista. Eran los prolegómenos de la Revolución
Rusa. Ansiaban consumar, aprovechando la situación, las teorías de Marx. A la
postre, los instrumentos (dictadura del proletariado) se constituyeron en fines
privativos.
Guerras
y miseria modelaron un espíritu revolucionario que consiguió, antes de
finalizar el primer conflicto mundial, derrocar al régimen zarista. Sacrificio
y muerte reemplazaron un absolutismo medieval por una dictadura totalitaria. Millones
de víctimas, represaliadas o hambrientas, y terror sin límite sirvieron para
poco. Ocho décadas después todo se derrumbó como un castillo de naipes. Quedaba
una Rusia mohosa, quebrada, casi indigente; errante tras aquella revolución vana.
Los frutos de resultar elegida la estrategia de Kautsky forman parte de lo
hipotético.
Tengo
bastantes dudas sobre las revoluciones (que acrecento ahora) y detesto a
ciertos revolucionarios. La Historia constata lo acertado de mi recelo. Acepto,
admiro, la fe del individuo religioso. Sin embargo, personal y socialmente, estimo
maligna la que incita al dogmatismo ciego. Ser libre eleva al hombre a un
estadio superior. Para ello, hemos de ver con los ojos del raciocinio, de la lógica.
Evitaremos así la locura del dogma que nos lleva irremisiblemente a la servidumbre
intelectiva y al imperio tiránico.
Las
revueltas distorsionan sistemas políticos pero no los modifican. Francia aniquila
una monarquía absoluta para instaurar la democracia burguesa. Caminando por
cualquier ciudad, se observa que los edificios de la nobleza, procedentes de épocas
pretéritas, están ocupados por entidades financieras o instituciones públicas. ¿Es
este el Tercer Estado? ¿Dónde reside el verdadero cambio? Algo semejante podría
decirse de la Revolución Rusa; más sangrienta, más corta, más inmovilista y,
sobre todo, menos rentable para la sociedad.
Días
atrás, por puro azar, me topé con un curioso vídeo. Era una charla de Pablo
Iglesias dirigida a la Asamblea Ciudadana de Valladolid. Detallaba en sesenta y
cinco minutos la situación del país. Ajeno al populismo demagógico, yo hubiera
suavizado las formas para coincidir con el contenido. No obstante, las
circunstancias, sutilezas y conclusiones propuestas turban cualquier mente que
se rija por la cordura. Inquietantes eran, excusadas tras una máscara de
aspecto virtuoso y democrático, las resonancias totalitarias que emanaban sus
palabras. Aconsejo verlo porque la información nos lleva al conocimiento y al cotejo.
Inmerso
en una atmósfera entusiasta, subyugado el auditorio, esparciendo frases, vicios
sociales (antropológicos) y conceptos sui géneris, se despachó a gusto con la
especie política nativa y foránea. Adherido a la loa personal, exhibía aureola
de demócrata empedernido, insaciable, casi justiciero. Un público libre de
prejuicios hubiera expuesto la incoherencia del personaje pero mostró unas
tragaderas sorprendentes, infinitas. Sus iniciativas económicas se sustentaban
en tres pilares: renta básica universal, subida proporcional de impuestos y nacionalizaciones.
Semejante marco nos llevaría enseguida a codearnos con las naciones más
deprimidas del tercer mundo.
Con
todo, donde se agudiza el cataclismo es en los objetivos políticos, sus
remedios. Propone la Unidad Popular para alcanzar el Poder de la gente; es
decir, la dictadura del proletariado. Afirma que la victoria no tiene nada que
ver con identidades, demostrando una alarmante dieta doctrinal. Afirma, sin
ambages, que la política no es tener razón sino éxito. Confiesa que no quiere
ganar tres a dos; pretende imponerse a todos para no tener enemigos. Así
califica a los antagonistas. La muestra, junto a la amortización institucional
que predica, despide un tufo totalitario evidente.
Mi
imaginación, oyendo aquel mensaje trasnochado pleno de borrachera
revolucionaria, me llevó a los discursos del burgués Lenin. Este prometía paz y
pan, ansiados por el pueblo ruso. Luego trajo horror. Iglesias brinda una renta
básica, que persigue el pueblo español. Ignoro qué depararía el futuro si
ocupara el gobierno, en este caso. Hitler, por su parte, impulsó el honor alemán
-algo ajado tras el Tratado de Versalles- para hacerse con el poder
democráticamente. No creo preciso concretar la crueldad del dogmatismo nazi,
idéntico al marxista. Me incomodan quienes, a cada momento, utilizan la
expresión “los que somos demócratas” como columna vertebral de su discurso. Llego
al clímax si, a renglón seguido, dicen que democracia es sinónimo de fraude.
El
escenario actual tranquiliza, me aporta confianza. Estamos en el siglo XXI,
formamos parte de una Comunidad Europea y el mundo funciona globalizado. Conjeturo
improbable el triunfo de cualquier
aventura que quiera fraguar un túnel del tiempo. La pregunta, asimismo, deviene
actual. ¿Qué hacer? Desde mi punto de vista, no conviene embarcarse en empresas
salvadoras de resultados infaustos más que confusos. Desde luego, resultaría
oneroso soportar indefinidamente a estos políticos que han traído la
corrupción, cimentado un sistema sin valores (sin justicia libre e
independiente) y donde las leyes se incumplen con impunidad por la élite
poderosa. Mi consejo recomienda la abstención para deslegitimar tanta indigencia
e impostura pervertidoras del sistema. Queremos políticos eficaces -estadistas-
cuyos desvelos busquen el bien común; no que vivan encelados en luchas fratricidas
o arrebatados por intereses espurios. Demos un sí a las Instituciones y
rechacemos a quienes las ocupan de momento.
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