Vaya
por delante mi aversión a la guerra de cifras y a la réplica de epítetos falaces,
inmoderados e injustos. Si algunos medios o instituciones caen en esa orfandad
documental, a ellos compete dar cuenta de tal frivolidad -quizá dividendo- y
pagar su correspondiente peaje.
El
tema se pone caliente. Tanto que la asociación de vecinos de Botànic, agotadas
las sutilezas terrenales, recurre a una apremiante intervención sobrehumana. En
epístola personal al señor arzobispo de Valencia, le exhortan a que imponga su
autoridad a los párrocos de Benicalap para cambiar la actitud “inhumana,
incívica y anticristiana de la zona” (sic). Sin proponérselo, brindan el mejor
argumento para conformar una oposición firme. Nadie mejor que ellos conoce la
problemática real. Imaginemos el impacto de un Centro a cuya sombra los servicios
actuales en Paseo de la Pechina son una mojiganga. Vierte, además, afirmaciones
que pudieran considerarse injuriosas y calumniosas (ambas delito) cuando
asevera con rotundidad que “por la fuerza y con coacción física” se cometen
actos delictivos e incalificables desde el punto de vista moral, ético o
religioso. Pidan a la policía los preceptivos informes de cualquier acto público
en que haya intervenido la asociación-plataforma de Benicalap.
Estoy
convencido de que Benicalap, ratificando la “talla moral” de ustedes y de cuyo usufructo
en los demás dudan, les apoya fraternalmente en la ubicación actual de Casa
Caridad. Si persiguen su desubicación definitiva, encima de poner en cuarentena
bondades éticas y cristianas tan arraigadas, ignoro el origen de tanta malquerencia
con aquella barriada ya bastante deprimida. Si no, ¿por qué tomar vela en
entierro ajeno? Señor, que son molinos, no gigantes.
Ayer,
unos mil quinientos convecinos recorrieron durante dos horas el barrio. Vi, por
ejemplo, un matrimonio entrado en años. El señor empujaba una silla de ruedas
que transportaba a una señora con evidentes deficiencias motoras. Bebés, niños,
jóvenes, adultos y ancianos caminaban ilusionados, unidos. Un objetivo ocupaba
sus mentes: impedir una mayor degradación del entorno. Desde luego, aquellos
semblantes no retrataban a “pijos” ni cabía sospechar que, entre ellos, hubiera
ninguno perteneciente a la élite financiera, política o sindical. Eran gentes
curtidas por el trabajo. Pertenecían a diversas capas de clase media, cada vez
más uniforme si no desaparecida.
Pese
a informaciones que buscan el descrédito -no sólo de personas, pues todos encarnan
al barrio- la actitud y comportamiento fueron de un civismo ejemplar. El momento
álgido se esperaba en la confluencia del recorrido con la antigua asociación.
Media docena de policías nacionales guardaban su puerta. Al pasar por delante,
la manifestación aumentó los decibelios en algunos dígitos. Lejos de oírse frases
o vocablos irreproducibles, un estrépito taurino atronó la calle: ¡fuera! ¡fuera!
¡fuera! Fue el desahogo natural, netamente español, como corresponde a nuestra
idiosincrasia. Constituyó un grito unánime de rechazo al torero malo que, aparte
de cobrar una pasta, deja al personal insatisfecho.
No
puedo, ni quiero, terminar sin reconocer la profesionalidad y el denodado
esfuerzo que desplegó la policía local y nacional -o viceversa- para que todo
se desarrollara sin incidentes, como así ocurrió. Aunque no represento a nadie,
gracias.
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