El
imprevisto anuncio sobre la abdicación real, ha levantado una gran polémica
instigada por partidos radicales de izquierda. Pese al terco fomento, sólo a un
exiguo porcentaje parece preocuparle qué forma de Estado se den los españoles.
Eso confirman, al menos, las postreras prospecciones
del CIS. Cualquier país sensato, maduro, con lustre democrático, en las
actuales circunstancias haría supremos
esfuerzos por mitigar los efectos de la crisis. Ninguna sociedad puede alcanzar
cotas de bienestar si la mitad de su población joven está desempleada. Tal
marco impide que se puedan constituir nuevos núcleos familiares cuyo arranque afecta
al índice de natalidad, excesivamente bajo. Las secuelas se acentuarán en un
futuro inmediato. La irrupción de estos estadistas produce un cisma social y frena
probables concurrencias contra el marco financiero que sobrellevamos. Oportunidad
para ellos no es sinónimo de virtud. Puede que tampoco lo sea mesura. ¿A quién
dicen servir semejantes redentores? Discriminen entre decires, procederes y proyectos
viables, no delirantes aunque suenen bien al oído.
Este
conflicto, agigantado por la ausencia de motor económico que cree riqueza para intensificar
el consumo interno y satisfacer la inmensa deuda, sintetiza o debiera los quebrantos
de nuestro pueblo. Sin embargo, políticos dogmáticos con modesta influencia buscan
una escisión egoísta. Precisan sembrar en la mente colectiva semillas de divergencia
-de disputa- abonadas con el culto al paladín (distintivo de la izquierda
rancia) e irrigadas por copiosos fraudes. Argumentos tan atractivos como falsarios
contienen propuestas extemporáneas. Suelen envolverlas, buscando una difusión eficaz,
con eslóganes pegadizos. Sugieren a bote pronto, por ejemplo, monarquía o democracia como disyuntiva pertinente.
Atribuyen una implicación tácita entre esta y república; similar a la que entrañan
velocidad y tocino. Asimismo, implica otra repugnante maña manipuladora usual
en pretéritos regímenes nazis. Lógico.
Atreverse
a asemejar república y democracia tiene un recorrido fugaz. Aludiendo a nuestro
entorno europeo, Alemania y Francia son grandes países que ostentan sistemas
republicanos. Inglaterra, Suecia y Dinamarca defienden sistemas monárquicos.
¿Acaso estos últimos están menos desarrollados o evidencian algún déficit
democrático respecto a los primeros? La mentira, afirma un proverbio popular,
tiene las patas cortas. Me sorprende que individuos presuntamente válidos, cabales,
desarrollen tan bajas intenciones. Su vena ladina les permite cosechar éxitos
inmediatos que a poco -una vez descubiertos señuelo y hojarasca- trasmutan en tremendo
desafecto. Sufren el canon que pagan por tanta indecencia. Incluso en este país
rústico, impasible pero contumaz, purga el yerro quien utilice la treta como soporte
político.
Decía
Ortega y Gasset hace un siglo: “El problema no consiste en que estas o aquellas
gentes se hayan revuelto contra la autoridad del Poder Público, sino en que,
con tal motivo, hemos descubierto los españoles que el Estado carece de entidad
positiva para hacer frente a las fuerzas disgregadoras”. Estas palabras constatan
que llevamos cien años estancados. Cerca de cuarenta fueron insuficientes para
desarrollar el artículo cincuenta y siete punto cinco de nuestra Constitución.
Ahora, con urgencia y celeridad innecesarias, precipitadamente, se quiere
reparar la negligencia. Partidos de izquierda (más o menos radicales)
incluyendo sectores concretos del PSOE que no quieren abandonar la estrategia
gestual, aprovechan tan oportuna ocasión para reabrir de forma corrosiva el
debate monarquía-república. Tal contingencia pudo evitarse si este Poder
astroso, materializado en un bipartidismo litigante, no hubiera consentido que
el asunto se pudriera.
Dos
incógnitas capitales hacen de España un territorio de ardua gestión y difícil
equilibrio. La izquierda marxista (para diferenciarla del PSOE socialdemócrata
con matices muy particulares) dicta aspectos y pautas democráticos como si
fuera el venero exclusivo, su único padre. Historia y vivencia advierten de todo
lo contrario. La derecha liberal, demócrata con pedigrí, ha perdido -quizás se
haya dejado sustraer- crédito por un complejo absurdo. Resulta curioso,
asimismo lamentable, que el abandono de posiciones propias sirva al
contrincante de justificación y arraigo. ¿Desde cuándo la izquierda, menos de
porte radical, es demócrata? ¿No hablan sus preceptos rectores de dictadura
del proletariado para superar al capitalismo? Obsérvese qué alcance tienen las
declaraciones de sus líderes españoles, en referencia tanto a sus objetivos políticos
cuanto económicos. ¿Alguien cree que así saldremos del marasmo institucional o
de la crisis? Hace un siglo que Alemania se sacudió la Liga Espartaquista de acomodo
totalitario. En mil novecientos noventa y uno desapareció el Partido Comunista
Italiano. El resto de partidos comunistas que perviven en la UE atesora una presencia
testimonial tras haberse acoplado a las exigencias democráticas, al menos de
palabra.
Los
últimos días se distinguen por las constantes demandas de referéndum para
elegir entre monarquía y república. Sin mencionarlo, un sector definido relaciona
la primera con derecha ultra y la segunda con izquierda democrática. Pero ¿con qué autoridad adjudica atributos tan
privativos e influyentes? Es prueba
incontestable de lo que les importa la ética política y el bienestar general. Confirma
esta sospecha la sinceridad y vigor que desprenden sus prédicas. Insisto, se
atreven a proponer la alternativa monarquía o democracia pues… ¿quién desconoce
desde hace cuatro décadas que son vocablos “antitéticos, divergentes”? Estos
grupúsculos -igual que sus mayores, pese a tanta palabrería- conjeturan que
somos idiotas. ¿Qué cambios suscriben? Hacen de falacia y medias verdades su Caballo
de Troya. ¡Ah!, soy monárquico de cabeza y republicano de entraña. Termino con
otro pensamiento de Ortega, útil consejo: “Piensen los españoles dotados de
serenidad y reflexión si no es un crimen dejar en vano deslizarse los minutos,
si no es un deber de suprema conciencia social estar prevenidos y juntos -lejos
de toda carroña oficial- a fin de encauzar noblemente, humanamente, las
iracundias de un pueblo desesperado”.
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