No se vea en el
epígrafe un intento torpe pero deseable de abandonar por algún tiempo (la
apetencia aconsejaría perpetuo) ese quehacer, casi adictivo, que me impulsa a
examinar la política contemporánea, cotidiana. Tampoco un desgaste moral que
pudiera traducirse en hastío o frustración; impulsos ambos capaces de alterar
compromisos personales. Es cierto que, inmersos en una masa acrítica, el futuro
se conjetura arduo, con tintes poco tranquilizadores, amargo. Soy consciente
del sinuoso camino que nos aguarda, asimismo a nuestros descendientes, para
llegar a un sistema compensado, justo. Hasta es probable que no lo saboreemos
jamás. La Historia, en este sentido, se muestra remisa, casi inmóvil. Esto, no
obstante, me anima a pregonar la plaga de políticos, parásitos voraces, que nos
sojuzga y despoja. Debemos despertar, a la contra, el respeto como ciudadanos.
A finales del siglo
XIX, perdidas Cuba y Filipinas (restos del glorioso imperio español), el caos
generado por tan infaustos sucesos -causa, a la vez, de abatimiento colectivo,
destemplanza aviesa, recesión y desgobierno-
hizo que la intelectualidad se apiñara en torno a Baroja, Azorín y
Maeztu para auspiciar la censura contra el canovismo malévolo y exigir un regeneracionismo
quizás ilusorio. Se les denominó Generación del 98. Pusieron al descubierto la
diferencia entre la España real, miserable, y la España oficial, enmascarada. Cien
años más tarde, ayunos de posesiones y con grave mengua de cohesión nacional, percibimos
similar tesitura salvo el hecho ominoso de un vacío intelectual y de una
divergencia suicida.
Tras el 20N, con la
mayoría absoluta que le fue otorgada al PP, España recuperó por un momento la
esperanza de escapar a la catalepsia que le había llevado Zapatero en su
segunda legislatura. La sociedad se encontraba mustia, pusilánime, sin salida.
Los nuevos aires, aquellas renovadas promesas hechas meses atrás, acabaron por
remozar anhelos vitales, devolvieron afanes e ilusiones. Protagonizamos, aun
los escépticos o prevenidos, una suerte de
metamorfosis colectiva, un júbilo instigador, una templanza virtuosa al
olvidar hambres ancestrales. Era el último refugio. A poco abriese paso una entelequia
vejatoria. Al romanticismo quejumbroso del ocaso imperial, le sustituye ahora
esa quietud arrebatada, pródiga, casi eremítica, de quien se abandona a la
suerte del fatalismo inevitable. Nos cubre un sudario común a base de ignominia
e insensatez. Deberíamos buscar la identidad del hombre, del ciudadano y en
ella de lo español; de aquella rebeldía privativa que generó héroes singulares.
El gobierno, desde el
primer instante, se mostró reacio a interpretar su mayoría absoluta. Abrasivo
en la oposición, deja al descubierto debilidades o desganas. Seguir un camino marchito
les lleva a confundirse con el paisaje; un marco que ya ocasionó hastío y
vergüenza ajena. En conjunto, parece ofrecer mayor consistencia que cualquier
antecesor. Sin embargo, las apariencias empiezan a engañar; vamos descubriendo,
día a día, que el hábito definitivamente no hace al monje. Algún miembro, y su
femenino a lo Bibiana (concepción de alta cocina gramatical), exhibe más
contras que pros al finalizar el periodo de gracia; factible de confundir con
un escaparate de vanidades.
Aparte ese jurar y
perjurar que, al menos, no subirían los impuestos (junto a la pobre excusa de
su incumplimiento) y otras veleidades, Gallardón anunció modificar el Código
Penal y recoger en él la cadena perpetua revisable, para (a renglón seguido)
desdecirse bajo el tinte de que afectará sólo a los delitos de terrorismo. El
señor Fernández Díaz afirma tajante que ETA tendrá que disolverse “por las
buenas o por las malas”. Nadie aportó mejor testimonio de negociación con la
banda. El “copago” en medicinas lleva meses deshojando el sí y el no para
llegar a donde sabemos. Al presente, la indecisión blande impuestos indirectos
y copago sanitario. Temamos lo peor. Me desconcierta tanta elasticidad cuando
ayer se jactaban de rotunda firmeza.
Ahorrar diez mil
millones de euros adicionales (a tres días de presentar los presupuestos
generales) en Sanidad y Educación pone el broche de oro al capítulo de
improvisaciones. Si bien constatamos el acierto y justicia que impregnan
algunas medidas aprobadas, no puede decirse lo mismo de las declaraciones, sin
tajar exclusión o morralla, efectuadas por Cospedal relativas a la necesidad
perentoria de tales disposiciones para asegurar el Estado de Bienestar. ¿Acaso
si se disminuye el derroche y la reserva costeara estas urgencias, no se
conseguiría lo mismo? ¿Cuántas fábulas nos quedan por oír?
Este ir, venir y
volver, me recuerda la Tarara, aquella canción infantil del inmortal granadino.
En mis años mozos, las evocaciones resuenan a copla, en particular a la Parrala de celebérrimos
autores. Así, ellos y nosotros (al compás, en periplo pendular) vamos de García
Lorca a León y Quiroga.
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