La existencia de una
ley cíclica que dirige dinámicas y aconteceres parece encontrarse fuera de toda
duda. El siglo XVI, triple actor de bancarrotas nacionales, se convirtió en el
máximo exponente cultural de aquella España menesterosa. Todavía hoy nos
referimos a él con énfasis como Siglo de Oro. Ahora, quinientos años después,
abatidos por una crisis aguda, inmersos en la penuria, otra vez arruinados,
aflora lozano un extraordinario estado cultural; eso sí, antitético al
recordado. Dentro de esta mengua psíquica que nos ahoga, hay sectores cuya
relevancia política e institucional la hace aun más alarmante y amarga. Acomodados
en distintos departamentos, su labor (evito evaluarla rendido a un residuo
piadoso) acentúa el achaque de la débil, insolvente y grotesca, democracia que encubrimos.
Nos encaminamos a una
década extraordinariamente feraz en sandeces, falacias y arrebatos contra la
Ley. No podemos (ni debemos) destacar parcela o profesión alguna; tampoco hacer
exclusiones ajustadas a comportamientos prudentes, circunspectos. Desde
atávicas falsedades y enredos -que inculpan sin excepción al amplio abanico de
siglas- hasta insólitas sugerencias vertidas por columnistas cebados con fondos
opacos, hemos consumido paciencia, apatía e indignidad. En los últimos meses, el
proceso muestra un cromatismo que inquieta: pasó de castaño a oscuro; cunde el
desastre, se han rebasado todas las barreras. Una competición de desafueros
surge en quien tiene algo que decir e incluso en quien carece de tal capacidad.
Partiendo del insondable
y meticuloso hábito de calificar caverna, ultraderecha, fascista o similar, a
gente discrepante con las propias ideas, los autodenominados izquierda
progresista realizan así un ejercicio de afirmación que colme su vacío
doctrinal prendido a ruin soporte dogmático. Pretenden, incluso, el beneficio
político que resulta de asociar a estos epítetos la perversidad sembrada
previamente en la conciencia social y que (a juzgar) conviene exhibir a los
afectados una táctica tibia, salvo raras excepciones. Deben especular, unos y
otros paradójicamente, provechosas ventajas electorales.
Producto de la
estolidez recalcitrante, es fácil coleccionar expresiones burdas, chocantes,
irrisorias, patéticas. Sin embargo, las más recientes bordean el delito -al
cuestionar el prestigio institucional- cuando no trasgreden abiertamente la
Ley. Gaspar Zarrías afirmaba días atrás: “Es un hecho objetivo que en ocasiones
se da una sintonía pintoresca entre la juez Olaya y el PP en relación con los
EREs”. La frase entraña una grave y gratuita calumnia; asimismo, dicha por aquel
que presuntamente se encuentra en el epicentro del terremoto, rechina a
cualquier oído decente. En mi pueblo dicen: “quien se pica, ajos come”. Los
sucesivos juicios contra Baltasar Garzón (curiosamente otro nombre mago) por
supuesta prevaricación, ya confirmada en un caso, trajeron una tediosa letanía
de despropósitos. Próceres concretos (típicos), individuos extravagantes
(faranduleros) y algún ex fiscal, superaron con creces aquellos extremos que recomiendan
la razón, el proceder y la norma. El señor Mas se convierte en protagonista
absoluto con exigencias imposibles, contrarias a la Ley y al sano juicio.
Vierte, además, tenues amenazas a quien ose pisar unas hipotéticas líneas rojas
que él mismo ha diseñado.
Deseo reseñar la
responsabilidad que toca asumir a los medios de comunicación respecto a
escenarios pretéritos, presentes y, me temo, venideros. Es más, diría que
son los gestores exclusivos del
conducirse social en sus diversas manifestaciones, pues generan opinión y
praxis. Si son incapaces de reconocer su propia vergüenza, nunca saldremos del
laberinto. Antes o después la sociedad se lo reclamará, una vez harapienta la clase política hoy por hoy
tremenda desvergonzada.
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