“España es diferente” fundamenta
el país reconocido incluso más allá del entorno europeo que nos define
arbitrariamente, según Unamuno. La furiosa maldad que encierra ese eslogan
indigno —gestado probablemente por envidias ancestrales— no se redime con la
pasión (llamemos patriotismo pretencioso) de pensar o interpretar que el hecho
diferencial nos hace mejores pasando por alto una autocrítica necesaria. Aquel
argumento insólito de nuestro sabio: “en vez de europeizar España habría que
españolizar Europa” tiene la misma carga arbitraria que él acuñó a “España es
diferente”. Tal vez la excusara con el apelativo de pasional. Desde luego hubiera
quedado más frío y desdeñoso, también ecuánime, liberal, especulativo: “en
todos lados cuecen habas” y ya, directo al corazón: “primero arregla tu casa y
luego lo haces con las demás”.
Cegados por la incultura,
quizás laxitud moral, vivimos en la inconsciencia de nuestra propia idiosincrasia.
Sin duda debemos tener muchas más tachas que los colindantes septentrionales,
pero ellos experimentan serias dificultades para mejorar a tenor de sus “pocos defectos”.
Nosotros, entintados de negro ético y estético, tenemos todas las probabilidades
objetivamente intactas. Otra cosa es, visto lo visto, que seamos capaces de
adoptar líneas o actitudes de mejora. Personalmente, carezco de convicciones que
permitan conceder un lugar a la esperanza de acuerdo con la realidad empírica
que nos envuelve y atenaza. Me sirve de poco aquella sentencia popular: “No hay
mal que cien años dure” ni que “cara y cruz sean partes integrantes de la misma
moneda”. Ambas frases, aun encerrando verdades como puños, no me permiten apreciar
perspectiva de mejora inmediata. Vean con rigor y honradez lo que nos rodea a
todos los efectos.
Tal coyuntura, una vez
leído o escuchado el epígrafe, me lleva a rechazar cualquier sinónimo arquetípico
del vocablo móvil; por ejemplo, idea, favor, proyecto, interés, etc. Desprecio
la gama tentadora, imprescindible en un político escrupuloso, y me acerco
(entre espantado y beligerante) al concepto de herramienta telemática. Ignoro
si otros países cercanos, cuyos gobiernos distan mucho de poseer la verdad revelada,
cometen parecidos abusos o su empleo es lo “limpio” que parece. Incidiendo en algunas noticias que llegan al
individuo con curiosidad e interés político, el ejecutivo patrio lidera los
asesores y coches oficiales, al menos. Sería injusto identificar estos datos
como causa de enfermedad pública, pero los síntomas son demasiado evidentes. Considero
adecuado, con estas referencias, concluir que nos rodea una caterva de
sinvergüenzas.
La información apareció
días atrás: “el Parlamento se gasta un millón dieciocho mil setecientos ochenta
y nueve euros” en la compra de terminales de última generación, iPhone13 de 512
GB y Samsung de parecidas características. La aprobación de la compra se ha
realizado por unanimidad de la Mesa, compuesta por PSOE, PP, Vox y Unidas
Podemos. Luego, algún miembro destacado de UP (Echenique) ha evidenciado su pesadumbre
por el derroche en estos tiempos de crisis. ¿Cinismo, paripé o ambos dos?
Desconozco el tiempo que han durado las anteriores terminales, pero conociendo
el paño no creo que pasen los dos años. Sin embargo, me llamó la atención de
forma particular que se compraran ochocientas unidades cuando solo hay
trescientos cincuenta diputados.
El pueblo español
transmite una candidez sin límites fruto, espero, de hidalguía y honradez
acendradas cuya servidumbre nociva la asume el poder aprovechando su debilidad.
¿Puede justificarse gastar dinero público innecesario e improductivo mientras
haya compatriotas que sufren dificultades para llegar a finales de mes? ¿Acaso,
por otro lado, nuestros “padres de la patria” necesitan terminales de última
generación para velar por los intereses ciudadanos? ¿Es ese su destino y
finalidad o se comprometen en papeles prosaicos, concomitantes con el apego
humano cargado de ausencias? Temo que ningún parlamentario haya rechazado “el
presente” con elegancia, menos con digna aspereza. Tal actitud lleva a
constatar que la diferencia entre unos y otros —en su amplia disposición ideológica—
si la hubiere, es de matiz. Pese a todo, todavía queda gente (abarrotada de
tópicos y ligereza) que prefiere comulgar con ruedas de molino. Luego, rabian.
El fraude de ética
individual dejado al descubierto, ha hecho del Parlamento una especie de Cámara
inmunda, donde la indecencia parece tener su cobijo natural. Es significativo
que nadie desdeñara dicha oferta, aunque fuera un hecho postizo, sin convicción.
Mejor. Solo faltara que también hubiera lugar, y no lo descarto, para cínicos,
fariseos. Es probable que la maldad tenga propiedades mágicas o ejerza un
atractivo magnético capaz de concitar alianzas inexplicables. El mundo da
muchas vueltas, pero fuera de toda apariencia se rige por una ley caótica. A nosotros
—diputados o no, mejores o peores— nos guía el mismo caos, estamos unidos por
análogo cordón umbilical. “Conócete a ti mismo”, aforismo inscrito en el templo
de Apolo, parce tener sentido solo para el vulgo; los próceres disfrutan
indulgencias privativas, al alcance de los que antaño eran llamados “casta”;
hoy ya, acusadores y acusados, promiscuos, bien cubiertos, uniformes.
No me pregunten la razón,
pero estoy convencido de que los líderes de ambos partidos mayoritarios —tan
distintos y a la vez tan desorientados: necio uno, cauteloso y fingido resabio,
el otro, aunque los dos incompetentes— tienen entre manos móviles comunes.
Sánchez quiere reconstruir el bipartidismo o sea una quimera a tenor de las
últimas encuestas. Con noventa diputados, al sanchismo no lo libra ni la fórmula
Frankenstein. Opta únicamente por el altar de los sacrificios. Se ha dado
cuenta (quizás demasiado tarde, o no) que la compañía que le permite gozar de
La Moncloa no está bien vista por el ciudadano español (que vota) ni por Europa
(que concede la “pasta”). ¿Qué futuro le espera a la izquierda moderada, sin
líder ni sigla? ¿Recrear el partido? ¿Quién tiene exención y prestigio para
ello? Vayan pensando en construir uno sin franquicia.
Feijóo, otro embozado en
el centro-derecha, desea utilizando distinto camino llegar a un bipartidismo alternante
al objeto de afianzar ese nacionalismo conciliador (empeño imposible por
definición) y eliminar a Vox, sigla demonizada porque viola el espíritu y la
estructura bipartidista. Como suele afirmarse, tres son demasiadas personas en
un matrimonio que pretenda perpetuarse. Tanta política espuria y de bajos
vuelos terminará por hartar definitivamente al sufrido elector y, pese a
mostrarse obcecado o paciente, acabará abrazando concepciones deformadas de
forma artera. Cuando este escenario se instale en la conciencia social, no
habrá futuro para un PP fulero ni para una izquierda totalitaria, inmóvil —tal
vez con inseguridades y desastrosas caídas— desde el siglo XIX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario