El marido de una popular
presentadora de televisión, notorio independentista, dejó escrita la siguiente
perla: “Un pueblo que pisa a otros pueblos para seguir sintiéndose vivo está en
la antesala de su defunción. Eso lo sabemos los pueblos que luchamos por algo
más que por una bandera, un himno, un rey, un ejército o una unidad ficticia
forjada a cañonazos o encarcelando a buenas personas”. ¿Perdone? Semejante cinismo
le lleva, presuntamente, a exaltar la estelada; cantará, sospecho, els
segadors; se sentirá, conjeturo, adscrito al afecto de un presidente pseudorepublicano;
aprobaría, creo, la creación de un ejército para garantizar la seguridad patria
y se sentirá, por último, ciudadano de una nación ilusoria, disgregada por los
subversivos araneses y tabarnios. Por otro lado, personas antidemócratas -buenas,
menos y diabólicas- se jactan de desobedecer las leyes. Señor, cuánta chorrada
hija del dogmatismo irracional.
Nuestro país está
socavado por las raíces de tres nacionalismos cuyo vínculo común es el vocablo
que los define. El nacionalismo catalán cultiva como única fuerza de cohesión
la pasta, no precisamente de limpieza bucal. “España nos roba” fue durante
cuarenta años concentrado identitario, grosero pero eficaz. Este tipo de
aglutinante actúa con rapidez, de forma persuasiva, porque estimula los
instintos primarios, viscerales. No inspira emociones de exquisita sensibilidad
ni atrae lucubraciones sesudas, irritantes, sin rédito aparente. Ganó terreno
un pragmatismo corruptor, disolvente a medio plazo. Si Cataluña lograra la
independencia su economía, de forma inmediata, entraría en recesión con grave
riesgo de levantamiento o enfrentamiento civil. Es la consecuencia de convertir
los sentimientos en mero instrumento pecuniario.
El nacionalismo vasco
porta vena romántica, sensual, casi libidinosa. Tarda más en cuajar, en tomar
encarnadura visible; pero al final consigue robustecer, confluir, pulsiones
diversas. Como consecuencia del concierto y de una ley electoral nociva para
los intereses del común, las autonomías vasca y navarra viven tiempos de
prosperidad, de vino y rosas. Pese a ello, en circunstancias específicas,
enarbolan sin demasiado ardor la bandera del independentismo. Pretenden una
soberanía sin desgarros, armonizadora, disfrutando el mismo ecosistema político
con matices diferenciadores. Es decir, aplacando odios para avenir diferencias
aunque haya sectores propicios a desplegar métodos belicosos. Quieren resucitar
tácticas del pasado ante la mayoría que anhela paz y conciliación.
Vemos al nacionalismo
gallego, en ciernes, nutrirse indisimuladamente de una izquierda que pugna
contra el sempiterno caciquismo regional. Parece la materialización de un
enfrentamiento clasista, pues es difícil visibilizar los elementos genuinos del
nacionalismo puro. Creo que denominar comunidad histórica a Galicia, supone un
exceso semántico, cuanto ni más político o social. Otra cosa es comprobar cómo
ciertas élites aprovechan malos entendidos, tal vez apetencias minoritarias,
para obtener dividendos valiosos. Sabemos que el egoísmo carece de razones. Tampoco
exhibe principios morales porque la ética es un freno indeseado. Al igual que
el vasco, el nacionalismo gallego carece de entidad porque descarta entelequias
seductoras.
Rajoy, un presidente
indeciso y a veces contradictorio, aborrece atajar el peligro que implica
cualquier independentismo, máxime si se cimienta en bajas pasiones. Quiérase o
no, PSOE y PP son gestores -si no cómplices- de la situación actual. Durante
demasiados años cerraron ojos y oídos al escenario que se divisaba tras cada
campaña electoral. Consintieron infinitos excesos, asimismo menoscabos al marco
legislativo, traicionando compromisos y juramentos. Tanto fraude permitió
políticas que fundamentaron adoctrinamientos y abusos. Hoy, tras meses
aplicando el artículo ciento cincuenta y cinco, tenemos la sensación de que
unos y otros nos han tomado el pelo más o menos conscientemente. Es de dominio
público la nula eficacia del controvertido artículo. Un proverbio castellano
enseña que: “Vale más vergüenza en cara que dolor de corazón”. Parece evidente
que don Mariano presta escasa atención al refranero. Puede que haga algo
parecido con distintos menesteres.
Nuestro presidente se protege,
y en eso es experto, tras las espaldas de Sánchez, un político sin sentido de
Estado. A nadie se le oculta que dejar mossos y radio-televisión catalana
intactos ha favorecido una situación peor que la precedente. Personajes y
discursos radicalizan el marco actual, ya perturbador. Sin embargo, don Mariano
goza de mayoría absoluta en el Senado, institución capacitada para marcar con
qué firmeza puede aplicarse dicho artículo. Cuando él habla de prudencia, los
políticos catalanes -junto a la gran mayoría de la sociedad española- intuyen
cobardía. Tal marco empuja a aquellos a mostrarse irracionalmente inflexibles
mientras estos lo sustituyen por Ciudadanos. Me recuerda el marasmo electoral
tras la última legislatura de Zapatero. Luego vendrá el llanto y crujir de
dientes.
Cataluña configura el
nudo gordiano, rompecabezas mitológico, que Alejandro Magno supo resolver
tajándolo con su espada. El inconveniente surge cuando se constata que Rajoy no
es personaje mítico ni sabe blandir ninguna espada metafórica. En consecuencia,
seguiremos padeciendo las incertidumbres que genera el “nudo”, junto a tan
indecoroso proceder. Ahora me encuentro en Roquetas, con ciudadanos de
diferentes Comunidades, disfrutando un viaje del Imserso. Intercambiando
impresiones, casi todos acusan al gobierno de pacato. Al mismo tiempo, distinguen
una oposición desorientada, ramplona y en permanente titubeo. Menos mal que, de
suyo, Cataluña nunca será independiente. No debido a acciones contundentes,
firmes, de un ejecutivo romo sino por imposibilidad metafísica. Su añorada
república pasaría a ser un sistema ad hoc, aparte de ruinoso. Los penosos gruñidos
supremacistas son estúpidos biombos de última hora debidos a quimeras o, peor
aún, a trastornos paranoicos de mentes calenturientas, quizás enfermas, a lo
peor absurdas.
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