Democracia es el menos
malo de los sistemas políticos, al decir de Winston Churchill. Pudiera ser que,
aparte renunciar a la búsqueda -como método inapelable- implicara cierta heterodoxia
intelectual. Churchill no supo ver a qué meta puede llevarnos la estulticia o
el caos por ella generado. Cierto que una democracia, más o menos tangible,
puede conllevarse porque el poder, cualquiera que sea su fuente, tiende a la
tiranía, a oponerse al reparto equitativo o generoso de mercedes. No sé los
demás, pero yo tengo el convencimiento absoluto de que difícilmente podemos
encontrarla en estado puro, con entraña etimológica. Suele mostrarse disfrazada
de atributos embaucadores que envilecen su esencia. Nosotros la conocemos “representativa”,
justificando necesariamente los partidos como elementos básicos,
imprescindibles. Surge la partidocracia, un apéndice maligno a lo que se ve y
aprecia.
Inmersos en esta
democracia con divergencias sustanciales del carácter original, vemos
incrédulos como nos sisan poco a poco un supuesto ya bastante viciado. Pasamos
casi inadvertidamente de un sistema de reparto a otro donde una élite acapara cuanto
puede hasta el abuso. Eso sí, inundando el sistema, ofrecen, regalan, fórmulas
ilusionantes que acaban causando frustraciones. Sin embargo, como el ave fénix
cada tiempo, el señuelo renace de sus cenizas y el individuo retoña a la farsa
en un rito cíclico e ininterrumpido. El poder, según Robert Michells, lo monopolizan
élites concretas que quieren perpetuarlo retroalimentándolo a costa de
sociedades apáticas o impotentes. Conforman un régimen de hegemonía e iniquidad
admitida.
Se afirma, con mayor o
menor acierto, que cada país tiene los políticos que merece. Una vez más, el
ciudadano es reo de culpa mientras quien debiera cargar con la indignidad queda
exonerado. Padecemos una servidumbre heredada de siglos sin que las últimas
teorías sobre el poder, y sus relaciones con los individuos, hayan acotado
abusos y miserias morales, aun materiales. Tal vez sean precisas revoluciones
cuya metodología haya que ajustar para obtener objetivos ventajosos. Quizás
fuera conveniente inhibir nuestro papel de coartada, de justificación, porque -en
demasiadas democracias- las sociedades dejan de ser fundamento para convertirse
en reliquia de usar y tirar. Probablemente rompiendo el nexo soberanía
social-democracia, tuviéramos una acción efectiva mucho más fructífera. Para
ello sería preciso usar la estrategia de tierra quemada. Es decir, rechazar toda
concurrencia a esos paripés vivificadores denominados elecciones.
El miércoles amaneció un
día de profundas sensaciones, duras realidades y experiencias provechosas.
Sobre las nueve, empezando la jornada, recibí una llamada aflictiva, plena de
dudas e inquietudes. Era mi hijo pequeño (cuarenta y cinco años) que había tenido
un accidente de coche en Alacuás, un pueblo cercano a Valencia. Las primeras
impresiones fueron duras; otro vehículo invadió su carril y el choque
fronto-lateral fue inevitable. Intervino policía local, guardia civil y, al
menos, una ambulancia que llevó a mi hijo a la Nueva Fe, un hospital inmenso.
Por la cantidad de gente que observé durante las muchas horas que estuve en
urgencias, me pareció poco operativo -en consultas externas- dentro de su
grandiosidad.
Nos pusimos en marcha
otro de mis hijos, mi señora y yo. Desde el primer momento, di con personas extraordinarias,
atentas y muy amables. Contacte primero con el ciento doce. De forma rápida y cortés,
no exenta de afabilidad, me dieron el teléfono de la policía local de Alacuás
cuya atención, a lo largo de dos o tres llamadas que hice, resultó exquisita con
las diferentes personas que comuniqué. Terminó el apartado policial con la
patrulla que estaba señalando el accidente y cuyo cometido, previo atestado, concluyó
cuando la grúa se llevó el coche. Me dio tiempo a darle las gracias
personalmente, con el ruego de que las hiciese extensivas a toda la plantilla.
En una palabra, insuperables.
Entretanto, una persona instalada
en recepción de urgencias de la Fe había comunicado con mi nuera para indicarle
el lugar donde estaba mi hijo. Pusimos dirección al hospital y al llegar
tuvimos las primeras noticias tranquilizadoras. Poco después fueron llegando el
resto de la familia, incluida nieta. El trato amable se convirtió en tónica
general dentro del personal adscrito inequívocamente a la sanidad: médicos, enfermeras,
celadores. Hago especial reconocimiento de una señora, siento desconocer su
nombre, que se tomó como asunto personal mantener a mi esposa, su
interlocutora, al tanto de las informaciones que ella conseguía. Así desde la
diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Extraordinario proceder.
El jueves nos acercamos a
Silla, lugar donde la grúa dejó el vehículo. Recogimos la silla de mi nieta y
resto de objetos personales. Observamos el deplorable estado en que quedó el
coche, un todoterreno que minimizó los posibles daños físicos. Las personas de
las grúas, una chica de la oficina y tres señores del taller, entre ellos
Carlos, tuvieron un comportamiento ejemplar.
En definitiva, desde el
miércoles vengo advirtiendo -por propia experiencia- que el pueblo español,
mayoritariamente, tiene políticos más execrables de lo que nos merecemos. Yo no
encontré, estos días, ningún ciudadano que fundamente proposición tan impropia
e insultante. Ellos sabrán qué les ha hecho convertirse en seres extraños, sin cuna,
asociales. Como dijo Goethe: “Los pecados escriben la Historia, el bien es
silencioso”.
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