Desde la Grecia clásica,
teoría es un pensamiento especulativo referente al mundo, aspectos, estructura,
y leyes. Praxis, por el contrario, indica actividad, ejecución, y se opone a inventiva.
Sus orígenes deben buscarse en el marxismo, pero también en formas radical
democráticas del pragmatismo americano. La primera es limpia, abstracta, e
implica ejecutoria de laboratorio, sin contaminación posible y por tanto
verdadera, irreprochable. La praxis, asimismo, contamina el conjunto potenciando
una divergencia que las hace definitivamente incompatibles. Tanta contradicción
llega a acumularse entre ellas que, tras el triunfo de la Revolución Rusa, alguien
tuvo el arrojo de considerar primer antimarxista, si viviera, al propio Marx.
Con cierto desenfado se
asegura que una buena teoría lleva a la praxis y viceversa. Desconozco qué ilación
puede conducir a conclusiones extrañas, tan alejadas del sentido común. Ese
discurso induciría a certificar, por ejemplo, que el ente es responsable único
de aciertos o extravíos. Rousseau resaltaba la bondad natural del hombre
culpando a la sociedad de sus mezquindades manifiestas. En este caso se
infiltra un mecanismo nuevo cuyo quehacer corruptor parece patente. Importa su anotación
porque presenta diferencias con aquel otro mucho más maligno, casi siniestro:
el poder. Luego, esta sociedad y el poder conforman, delimitan, la praxis
contaminadora. Decía Deleuze que una teoría debe ser operativa, o construir
otras, porque solo ella constituye un aparato de combate.
Intelectuales (eruditos o
no), lectores, profanos, decentes y pecadores, construyen sus propias teorías,
su particular forma de enfocar la vida. Unos la sacrifican buscando pautas,
principios que puedan servir a los demás, en un permanente acto de servicio. Los
hay quienes, de forma menos generosa, algo prosaica, pretenden acomodar
esfuerzos y réditos privativos. Ambos terminan realizando intentos vanos pues
sus loables pretensiones, al final, son sometidas por cuantiosas limitaciones
humanas. Tal vez, intelectuales y profanos -polos casi opuestos, pero
necesarios en toda sociedad- estén sometidos al poder disolvente, represivo,
que se justifica como expresaba Foucault “por la dominación del bien sobre el
mal, del orden sobre el desorden”. Un alegato falso, engreído, de la opresión.
Efectivamente, desde los
filósofos griegos a los actuales -cuyo ámbito de análisis se ha extendido al
político-sociológico- se atisban rigurosos intentos pedagógicos. Da igual
ideario o corriente; el conjunto destaca por facilitar al individuo herramientas
que le lleven a conocer el mundo, su esencia, atributos y peculiaridades.
Desean exponer respuestas sobre nosotros y nuestro medio. También idean transmitir
alientos para paliar angustias, complejos, temores. Concluyen con los empeños,
casi siempre baldíos, de guiarnos por senderos ideales para lograr una
convivencia armónica, el mejor sistema político y estructuras económicas sostenibles.
Poco importa a que dominio
filosófico o doctrinal demos asistencia, crédito. Cualquier teoría atrae por
igual loas e iniciativas, salvo aquellas que fomenten, acarreen, dogmas y
sectarismo. Si bien uno u otro (dogmas y sectarismo) constituyen inclinaciones
personales, soberanas, existen intelectuales incapaces de superar traumas
personales. Son escasos porque mentes abiertas, excelentes, creativas, suelen
imponerse a emociones obtusas, dañinas. Da igual, digo, porque luego -al darles
forma material, hacerlas tangibles- surgen todo tipo de tachas con raíz común:
el deseo de poder. Nuestra experiencia empírica lo avala sin necesidad de verificación
incontrastable.
Es evidente que cuando
las ideas se convierten en praxis, en cuerpo de acción, se ven corrompidas por
defectos humanos. Toda praxis es impulsada por dos supuestos: ambición y yerro.
Podemos observar, sin temor a suscitar falsas conjeturas, que la codicia
aprovecha principios orlados de ética social para detentar un poder espurio, en
sus diferentes versiones. Cuando la teoría proviene del individuo que pretende
orientar su vida sobre una praxis sencilla, sosegada, suele esperarle la
desilusión a cada centímetro del recorrido. Confirma el error que se esconde
tras la máxima pretexto, absolutoria: “El hombre propone y Dios dispone”.
Cada día vemos el
escenario más iluminado, con mayor claridad. Conservadores, liberales,
socialdemócratas, marxistas reconvertidos, separatistas, antisistema, todos
pueden encontrar diversos recovecos teóricos que se avengan o acoplen a sus
respectivos idearios. Aquí, en este aspecto, mantienen argumentos, premisas,
distintos incluso opuestos. Al menos lo aparentan. Luego llega la praxis y -salvo
los que asoman tics dictatoriales, tiránicos- elimina esas diferencias
igualando proyectos, comportamientos. Por este motivo, ninguna sigla sustenta su
campaña electoral con la confusa estrategia de airear programas. Discriminarlos
sería un ejercicio apto solo para hermeneutas. Es más rentable apelar al bajo
instinto que a la mente. Quien recurre a esta corre el riesgo de pasar inadvertido.
Lamentablemente, las
elecciones catalanas confirman lo expuesto. ¿Cómo puede obtener de nuevo
mayoría el bloque que lleva al abismo a Cataluña? Afirmo que la campaña
electoral se ha basado en la praxis. Una praxis falaz, insólita, indigna; con
demasiada frecuencia inmunda, apestosa. Por desgracia, España cada vez se aleja
más de los principios, de los valores teóricos, de la teoría, para asirnos con
desesperación, adictos, obsesos, a una praxis humillante, destructiva.
Feliz Navidad y que el
año dos mil dieciocho traiga, aparte de salud y concordia, sentido común.
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