Sería ingenuo por mi
parte el solo intento de conceptuar vocablos tan conocidos y practicados. Los
tiempos que vivimos nos permiten explorar ambos, brillando por poco en cuantía el
segundo. Aunque los datos son confusos, nadie niega ya que el número de
separaciones supera al de enlaces. Cabe suponer que el desamor ahora sea
comparable al de decenios atrás. Simplemente, los desafectos pretéritos quedaban
sometidos a pautas sociales, hoy superadas, o a la seguridad económica de
esposa e hijos. El presente viabiliza desencuentros bajo el amparo de una independencia
monetaria junto a cambios sustantivos de prejuicios familiares y sociales. Como
en todo litigio, cualquier decisión presenta parecidas fuerzas defensoras y
detractoras; aunque aquellas, por lo general, son mucho más combativas.
Fuera de rodeos, quiero
llevar el epígrafe al embrollo político-social. Es bien conocida la extrema
sensibilidad perceptiva por cuanto hace referencia a tan compleja materia.
Existe demasiado subjetivismo, son legión los dogmáticos maniqueos que juzgan
de manera mutilada, unilateral. Los afectos y desafectos presentan un perfil regulado,
único; de ida o de vuelta, unidireccional. Lo tienen muy claro. Para ellos no
valen réditos, aun reciprocidades. Aman u odian con fiereza, pero sin demandas
aparentes. Se contentan, pobres, recibiendo cualquier loa, alguna palabra
glacial, distante. Constituyen un anacronismo torpe que los expertos sociales
consideran, con seguridad, al cerrar sus prospecciones de futuro. El ejemplo
más reciente ocurrió en noviembre de dos mil dieciséis cuando el electorado
harto, lleno de cólera, dio la espalda a un incompetente, desarbolado,
Zapatero. Así, de forma cismática, concluyó el divorcio político más sonado,
hasta la fecha.
Me cuesta proseguir sin
hacerme eco no de un desamor -que sí- sino de una indignidad incomprensible.
Puigdemont, delincuente cada día menos presunto, se ha convertido en tonto
útil. A costa de ser prófugo sin alternativa, los jueces belgas pusieron en
cuarentena nuestras instituciones penitenciarias. Al mismo tiempo, mostraron
desconfianza de la independencia judicial española. Salvo rapto de envidia
incontrolada, venganza añeja o glosa de una defensa aborigen, ignoro qué
apreciaron en el reo catalán para destapar el tarro de las inconveniencias comunitarias.
Nadie en su sano juicio entiende tanta acometida para inquirir la encarnadura
democrática de España. Quizás no les viniera mal hacerse una rigurosa
introspección sobre tal premisa porque “no es oro todo lo que reluce”. La UE
evidencia que requiere un largo y sinuoso camino para construir el auténtico
espacio supranacional toda vez que sus instituciones, al completo, han
enmudecido ante tamaña ofensa e incoherencia.
Libre cada uno de opinar
según su raciocinio, tal vez dogma, considero la decisión del juez Llarena un
acierto doble. Evita la exoneración de presuntos graves delitos y tácitamente censura
al poder judicial belga. Nuestro gobierno, concluido el penoso trámite, debiera
bramar contra las autoridades comunitarias por su silencio, roto a veces con la
boca pequeña. ¿Formamos parte de una Institución supranacional estricta? ¿Acaso
sea la UE un selvático asiento económico con escasa capacidad política? ¿Tal
vez totalice un heterogéneo charco de ranas, ayuno de proyecto y objetivos,
donde cada país “hace de su capa un sayo”? Por lo visto, puede considerarse
cualquier cosa menos una Comunidad organizada, rigurosa, sólida.
Lo expuesto no nos redime
de culpa. Algunos hipócritas sobrados de cinismo, a lo peor enfermos, siembran
de forma irresponsable mensajes devastadores. Pese a divulgar reseñas pueriles,
fantásticas, absurdas, calan en mentes -incluso foráneas- socavando una imagen
que ha costado gran esfuerzo conseguir. Desvaríos tales que “presos políticos”
y “gobierno dictatorial” ridiculizan realidades propias del tercer mundo. No
vale todo para conseguir frutos, en ocasiones, espurios. Una sociedad culta,
madura, les haría pagar tanta inmundicia, tanto odio y desprecio a la
convivencia. Cuidado con los excesos y las respuestas indolentes.
Cierto que corren tiempos
de incertidumbre, de contaminación lingüística, de amenazas virtuales o no
tanto. Cierto que tenemos un gobierno melindroso, si no cobarde. Sin embargo,
el conflicto real surge debido a la existencia de una sociedad desvencijada,
rota. El marco político-social se parece muy mucho al que Jacinto Benavente quiso
plasmar en su obra “Vidas cruzadas”. Todo se reduce a un juego infernal de
amores y desamores que esconden un epílogo inquietante, terrible. Hemos llegado
a un punto de difícil retorno. Por este motivo, hace algún tiempo manifesté mi
opinión. El gobierno, España, debería permitir la independencia de Cataluña
dándole un plazo determinado para adherirse de nuevo sin condiciones. Hijo
pródigo o a vivir su suerte, dentro (en igualdad de derechos y deberes) o fuera.
La Unión Europea tendría que hacer el resto en defensa propia. Sin más.
Podemos y PSC no deben
penitenciar los pecados de PSOE y PP por sus amores extra-matrimoniales con
Cataluña. Tampoco recibir aclamaciones ni trofeos. Descubro en ellos amistades
peligrosas, más o menos declaradas, con el soberanismo intransigente. Podemos, además,
impulsado por una estrategia errante, beoda, ha llevado su afecto a extremos insólitos
recurriendo al Tribunal Constitucional el artículo ciento cincuenta y cinco.
Ignoran las consecuencias electorales futuras buscando lo inmediato. Una foto
ahora vale centenares de votos probables. Invocan el tópico: “Es preferible que
hablen de uno, aunque sea mal”. Escaso bagaje.
Mientras suceden
acontecimientos extraños, extraordinarios, abracadabrantes, giramos en una
noria cansina, estéril. Desde mi punto de vista, el horizonte se muestra beligerante,
nada esperanzador. Políticos y sociedad siguen reiterativos, tercos, cometiendo
errores pese a ciertas señales de que estamos dilapidando las últimas oportunidades.
No me sorprende porque somos un pueblo de amores y desamores instintivos,
desordenados, efímeros; a la postre, caóticos.
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