miércoles, 27 de diciembre de 2017

ESTAMOS EN NAVIDAD


Los mortales nos distinguimos por la abundancia de pensamientos, de estilos, de actitudes; hasta por las diferentes formas de “dignificar” nuestras contradicciones. Facilitamos también el ocaso paulatino de arcaísmos que componen la sabiduría, el maná vivificador que, como todo, necesita renovarse. Efecto de esa actualización facultará a nuestra sociedad para encontrar diferentes caminos que le lleven a un futuro pleno de venturas. Siempre bajo la égida de la norma convertida en hábito.

Es el mecanismo regulador de una existencia que faculta al individuo transitarla con la desenvoltura de quien realiza un flash forward ya vivido. La destreza, en este caso, es un compendio de conocimientos, de actitudes, adquiridas a lo largo de la Historia. Experiencia similar a la engendrada en mil vidas, sin necesidad de soportar tal enmienda. Tenemos impreso, en las facultades que nos son propias (aunque en algún caso haya que conjeturarlo), ese sello característico, constituido -generación tras generación- por los ancestros.

La Navidad es una alegoría, un signo, una perspectiva, que repetimos cada año, desde diferentes posiciones y por distintos impulsos. De origen pagano, con reminiscencias totémicas, preconizaba el nacimiento del “sol invencible” al inicio del solsticio de invierno. En el siglo IV d C, se cristianizó celebrando el natalicio del “sol de justicia” (Cristo). Es, por tanto, una festividad tradicional con varias manifestaciones: pagana, cristiana y católica.

Asimismo, a lo largo del siglo XVI, como consecuencia de los enfrentamientos religiosos en toda Europa, no se celebró durante un periodo próximo a los cien años. Los anglicanos, puritanos y severos, consiguieron que Reino Unido la prohibiera casi el mismo intervalo. En EEUU, católicos y protestantes la comparten desde el siglo XVII. Llevamos doscientos años celebrándola con el perfil (ritual) moderno. Entenderla únicamente como fiesta religiosa, es un error; considerarla sólo fiesta pagana, comporta reiterados agravios a la costumbre, un acto de regresión civilizadora. En estos fervores, el individuo se convierte en prófugo de sus raíces.

Hoy, el relativismo imperante cambia conceptos y usos. Unos pensarán que estas transformaciones son propias del progreso. Olvidan a la ligera, ingenuamente, que toda dinámica presenta doble sentido y, por tanto, doble tasación. El análisis se inserta de lleno en el terreno de lo subjetivo; los argumentos se utilizan con la contundencia y el derrotero que convenga. Sin embargo, y a falta de terceras razones que hagan improbable la supremacía de unas sobre otras, siglos de herencia han perfilado plena conjunción entre la Navidad y el mundo occidental.

Hemos saciando ese hábito personalizado a fuerza de emociones que transmite el nacimiento: regocijo, altruismo, amistad, amor. Estoy seguro de que lo conseguimos envolviéndolas con un paisaje familiar, fraternalmente humano. Herodes modernos que no alcanzan a comprender la Natividad como una mezcla entre lo religioso y lo consuetudinario, quieren suprimirla. A tal propósito pretenden degollar al niño que todo ser llevamos dentro. Quizás deseen borrar del consciente colectivo -e impedir su solidez para el futuro- una parte esencial de nuestra infancia forjada en miles de diciembres y eneros, tan fríos y tan ardientes. 

¿Por qué estos desalmados pretenden borrar cuanto vestigio evoque la Navidad: belenes, villancicos y demás símbolos que son de todos? ¿Por qué les incomodan los ritos y liturgias que conectan al hombre con su pasado y lo hacen menos vulnerable? Acaso pretendan debilitarlo confundiéndolo, rompiéndole las ataduras que le llevan a esa especie de testimonio tenaz, incontestable: fe.  Una fe -ora divina, ya humana- cuya práctica le fortalece y le crea convicciones sólidas.

La Navidad, por suerte, no es la fiesta exclusiva de los católicos. Son fechas en que aprovechamos, cristianos y excluidos, para hacer un alto, retomar el tú y el vosotros; sentirnos con nuestros semejantes. En definitiva, mostrar capacidad de concordia, olvidada por avatares irreflexivos, y realizar (un año más) la firme proposición de acercarse al tronco familiar y aprovechar para tornarse mejor persona.

Salvo aquellos que tienen de humano solamente el título, los demás echamos en falta algo, cuando lo perdemos. Por esto, Freya Stark -exploradora y escritora inglesa- encontró la respuesta cuando dijo: “La Navidad no es un acontecimiento, sino una parte de su hogar que uno lleva siempre en su corazón”. Bien lo sabía ella, alejada con largura de los suyos.

Que cada cual lleve en su corazón el acontecimiento, el hogar, o ambos, que le dicte su conciencia.



          

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