Desconozco qué agüero o portento
maligno guía este país para que hayamos llegado a horizonte tan terrible. Están
ocurriendo sucesos inverosímiles, sombríos, horrendos. La gota que colma el
vaso, desparramando parte de su contenido, es el anuncio de que trescientos mil
pequeños accionistas del Banco Popular se quedan sin un céntimo. En román paladino,
sus acciones valen lo mismo que un duro de Negrín tras la Guerra Civil, pero
sin guerra. Yo, un afectado, me pregunto: ¿Se puede afanar con más descaro? Porque
vamos a ver, ¿qué cometido se reserva a la Comisión Nacional del Mercado de
Valores (CNMV)? ¿Cuál es el papel del Banco de España? Supongo que ambos, de
forma complementaria o alterna, deben inspeccionar el arqueo contable de las
entidades financieras y, en su caso, la certidumbre de los informes ofrecidos a
la CNMV por las corporaciones empresariales para corregir -tal vez regular, aun
repeler si fuese necesario- irrupciones y maniobras bursátiles turbias.
Cierto es que, desde hace
tiempo, se venía escuchando un runrún nada tranquilizador sobre la viabilidad
del Banco, antaño modélico. Ningún responsable financiero, ni institucional, advirtió
de forma rotunda alguna alarma. Popular y fraude parecen ahora imbricados sin
que hasta el miércoles “nadie” fuera consciente. Noticia y estupor ingrato, estafador,
surgieron a la par; sin dar tiempo a digerirlos con calma, con resignación, sin
hostilidad. Por este motivo, porque además llueve sobre mojado, pido
comprensión para las formas, que en absoluto reitero para el contenido fruto de
una reflexión tranquila, fría, e incluso gestada antes de tan intolerable
noticia. Si la información es correcta, durante la última década se produjeron
más de cuarenta ampliaciones de capital por valor de varios miles de millones
de euros, pongamos no menos de diez. Si los activos suman tres mil y la deuda
ocho mil millones, ¿dónde se encuentra esa calderilla de los cinco mil
restantes? ¿Magia? No, torpeza, mala gestión (ahora se denomina así el presunto
“descuido”). Acogiéndonos al aforismo infausto: “Entre todos la mataron y ella
sola se murió”.
Es innecesario ser
economista para argumentar con solidez el robo implícito en esa venta.
Curiosamente, todas las partes han aireado que la operación no costará un euro
a los contribuyentes como si accionistas, poseedores de bonos convertibles y de
deuda subordinada (tres mil millones de euros junto a trescientos mil codueños desahuciados
por una autoridad bursátil incompetente e inmoral) fuéramos fiscalmente dispensados.
Al decir de algún medio, empobrecer a los aludidos podría considerarse
expropiación. Nada más lejos. Tal proceso corresponde realizarlo -sometido al
bien común- a entes públicos compensándola con un justiprecio, circunstancia
que no se ha dado. Yo, sin más, reitero mi calificativo de robo manifiesto. Se ha
cometido (presuntamente) un delito porque han desparecido muchos miles de
millones con el beneplácito de instituciones, abandonados por un Estado cuyo germen,
o principio generatriz, ordena salvaguardar los derechos individuales y
colectivos. De momento, y hasta nuevas informaciones, ninguna sigla ha
levantado la voz denunciando maniobra tan abusiva e inicua. En adelante ampliaré
el mensaje, dentro de mis posibilidades, a la hora de desenmascarar tanta podredumbre.
España se ha convertido
en el paraíso de la delincuencia patria y foránea. Existen leyes, las precisas,
pero solo significan un freno para el ciudadano de a pie. Los demás, políticos,
financieros, comunicadores, instituciones, quedan libres de cumplirlas. Tenemos
un país de largos tentáculos e inseguridad jurídica. Semejante escenario nos
lleva a dos salidas tan iguales que podrían confundirse. Quienes nacimos en los
cuarenta y cincuenta del siglo pasado, muchos, añoramos el franquismo; una
dictadura menos liberticida, corrupta y arbitraria de lo que algunos pregonan
sin haberla vivido. Cierto, cada cual cuenta la feria según le va en ella pero
yo empecé mi magisterio con veinte años y lo dejé con sesenta. Franco no me
regaló nada ni viví a la sopa boba. Otros que ahora lo mortifican (prole
inclusive) vegetaron a su sombra. Son aquellos que, ayunos de ortodoxia, saben
nadar y guardar la ropa. Constituyen legión. Mientras una gran mayoría está
pasando tribulaciones, los de siempre siguen vegetando al cobijo de parejo poder
pero con diferente glosario. ¡Cuánta mentira!
Pese a mi actual vehemencia,
rebeldía, indignación, jamás votaría a Podemos. Es verdad, asimismo, que
ninguna otra sigla conseguiría convencerme de nada salvo vuelco total. Creeré
únicamente en el próximo (prójimo), en quien navega al lado, en quienes sufren
los vicios inmundos de aquellos que se dicen servidores. Y a fe que lo son: se
sirven para ellos; a lo más, también para sus adláteres. Ya lo dije, soporto
muchos años, demasiada experiencia y suficiente sentido común, para caer en las
garras de cuatro aventureros totalitarios. La gente joven sí, ellos beben los
vientos por lo nuevo, por esa seducción irreflexiva que produce cualquier
repique revolucionario. Así acabará esta sociedad, dividida entre franquismo
(sus secuelas) y populismo (sus brotes). Menudo consuelo tras cuatro décadas de
democracia insustancial, mancillada.
Unos y otros,
confabulados -ignoro si con plena consciencia- han robado (no encuentro epíteto
más suave) tres mil millones de euros quebrando toda probabilidad de reparación.
No importa, que sí, las pérdidas individuales sino el descrédito, que irá
haciendo mella dentro y fuera, cuyo valor intrínseco ha merecido desprecio, olvido.
Si los pequeños accionistas (nutriente consuetudinario y paganos en alto
porcentaje) huyen despavoridos ¿qué ocurrirá en el futuro con el mercado de
valores? Rememoro una falacia insistente: la progresión del sistema impositivo,
esa propaganda estéril de que con ellos pagarán los ricos. Luego callan que la
renta sale de los bolsillos de trabajadores y pensionistas. Es lógico que se
atisbe a Podemos -o al franquismo- cuando somos arrebatados por deseos
destructivos, igualitarios, aberrantes: “o jugamos todos o rompemos la baraja”.
Anhelos que afloran del hartazgo y alimentan neciamente políticos incapaces,
iletrados, estúpidos.
Pese a mi carácter, no
puedo dejarme llevar por el optimismo insensato. Precisamos en este momento de
un realismo pragmático, constructivo: El sistema con semejante ensamblaje no
aguanta, vamos abocados al abismo. Reaccionemos.
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