Hoy, desconozco si ayer
el individuo soportaba parecidos embates, navegamos en aguas revueltas,
convulsas. La tradición alega verdades, tal vez tretas, cuando plantea causas y
secuelas de coyunturas que marcaron un punto de inflexión en el devenir social.
Todos los incidentes históricos principian o terminan admitiendo la existencia
de pruebas objetivas, amén de otras ilusorias para conquistar ciertos
escenarios adversos. Las sociedades nunca se alarman ante hipocresías y
cinismos ya que este es un caldo de cultivo propio, consabido. Admiten,
cercanas al ridículo, que la enjundia política reside en el tejemaneje, la
farsa, el acopio personal, negando al mismo tiempo su ingrediente delictivo.
Este marco ha ido forjando una colectividad servil, permisiva, que cohabita
felizmente con políticos de bajísima extracción y peor ministerio.
Las investigaciones
realizadas por la sociología en el ámbito del comportamiento grupal, adosadas a
otras que se refieren al lenguaje como vehículo sustantivo en la interacción
con el entorno, apuntan cambios vertebrales. Aquella complicidad extraña, algo
atrevida, se ha quebrado por el efecto demoledor de cálculos dolosos y análisis
torpes. Entre teorías de laboratorio, principios inmaculados y práctica
cotidiana pueden existir divergencias, distorsiones notables, que invaden paz,
equilibrio y proyectos individuales aun colectivos. El menoscabo del lenguaje,
algunos llegan a denominarlo prostitución, acarrea aturdimiento porque aquella
entente -injusta pero acomodaticia, eficaz- ha dado paso a este laberinto
lingüístico donde todo cabalga a lomos del antojo, de la impostura dañina. Es
un peaje impulsado por estas ciencias embaucadoras, maléficas, que derriban
concepciones ancestrales, entrañables, y no menos válidas que las vigentes.
Años atrás, Europa vivía
una posguerra tranquila. Liberalismo y socialdemocracia -dos mentirijillas
bienhechoras- permitieron progreso, desahogo, en una alternancia casi
simétrica, o con pactos productivos, obviando contrapuestos intereses
partidarios que sometían al interés nacional. Semejante amalgama permitió
superar una contienda psicótica, sangrienta, estimulando la reconstrucción de
países en ruinas, devastados. Ninguno realizó políticas puras, ni liberales ni
socialdemócratas, por conveniencia y porque jamás han existido ninguna de ellas
impolutas. Siempre, y en buena hora, expiaron impurezas acomodadas a los
diversos inconvenientes. Hubo mezcla de ambas adaptando doctrina y coyuntura.
Fueron ficciones mimadas, piadosas, que trajeron progreso a una Europa en coma.
España atravesaba una
situación especial. La dictadura autárquica (impropiamente tasada por el
subjetivismo del hecho cercano) y su inclinación al Eje perdedor afianzaron el
aislamiento oneroso. Desde mil novecientos cincuenta y tres, el pacto bilateral
entre España y EEUU, nos permitió salir de la exclusión a la que fuimos
sometidos terminada la Segunda Guerra Mundial. Tras la muerte de Franco, UCD,
PSOE, PCE y AP (célula del PP), reflejaron con bastante impostura las doctrinas
imperantes en una Europa que se mostraba esquiva hacia nuestra integración en
el concierto europeo, al menos. La segunda mitad de los setenta -del pasado
siglo- marca el camino que nos ha traído hasta aquí. Los Pactos de la Moncloa,
siendo Suárez presidente del gobierno, marcan el inicio de una larga y difícil
trayectoria que supuso un bienestar impensable aunque algo irreal, fingido. Hubo
grandes escollos; el Estado Autonómico ha rentado más quebrantos que beneficios;
vivimos de pequeñas mentiras, aquellas que calificábamos antes de piadosas,
pero es imposible culpar a nadie de dar la espalda en momentos clave. Las
divergencias se dejaban al margen cuando lo exigía el momento. Todos, ellos y
nosotros, conquistamos cuarenta años de paz y progreso que pretenden destruir
los que saquean y quienes levantan barreras de odio e incomprensión. Es hora de
expulsiones, de cortar tejidos infectos, repulsivos. Defendamos el futuro con
rebeldía, voto sereno o abstención justa, legítima.
Pero, como de costumbre,
el hombre se deja llevar por su natural perverso. Como diría Sófocles: “Una
mentira nunca vive hasta hacerse vieja” y aquellas mentirijillas que trajeron
bienestar a los españoles -eso sí, empeñados- evolucionaron a otras cada vez más
terribles, amargas. No afectan a una institución al albur, un poder, un partido,
qué va; quien desprende esa fetidez característica es todo el conjunto sin
excepción. Mientras el ciudadano se encuentra al borde del precipicio, los
poderes del Estado reflejan una época dulce que se hace extensiva a siameses y
adláteres. Aunque mentirijillas inocuas, de poco calado (pero que hay que
acabar con ellas), son agigantadas por prebostes sin honra, sin talla y por
medios de comunicación conocidos. Así, poco a poco, como quien no quiere la
cosa, convinieron un sistema corrupto, podrido, tóxico; tan aventado que hemos conseguido
el récord, el clímax. Somos el ejemplo miserable del orbe o eso se pretende caricaturizar.
Semejante realidad
anómala, injusta, inhumana, permitió la implantación de un partido populista,
totalitario, tiránico, que ha hecho de la mentirijilla erizada, recóndita, inane,
una gran verdad: su modus vivendi. Pudiera parecer que los calificativos
desgranados son paradójicos, excesivos. En absoluto. Basta con observar el
proceder -dichos y hechos- de sus líderes, el abuso de epítetos contra quienes
no se ajustan a su visión política, las acusaciones hacia la “casta” sin
ninguna fuerza moral que les permita hacerlo, pues jamás demostraron virtud
social alguna salvo palabrería tan seductora como hueca. Sumemos el devenir de
estas ideologías en el terreno económico, democrático y respeto a las
libertades, en los países donde se han impuesto. ”Democracia” y “gente” son
simpes señuelos que utilizan con acierto en momentos de crisis y corrupción.
Cualquier ciudadano, el
amable lector, sabe que no todo el monte es orégano. Hay pequeñas mentiras, que
riegan sus inmediaciones con abundancia, y grandes verdades (laberínticas, laboriosas
de apreciar) que encierran opresión y miseria porque suelen ocultar lacras que
las pequeñas mentiras exhiben sin temor. La tragedia no viene envuelta en
disfraces monstruosos y detestables, no; viene empaquetada con grandes
verdades. Tanto, que Adlai Stevenson, preboste demócrata estadounidense, decía:
“A nuestros políticos les ofrezco un trato: si ellos dejan de mentir, yo dejaré
de decir la verdad sobre ellos”. No hay mejor argumento, ni prueba, de que la
verdad auténtica (esa que yo llamo grande) daña a los políticos encubiertos,
furtivos. En vez de cebarnos con pequeñas mentiras, que parecen grandes
verdades, es momento de aislar y percibir las grandes verdades, que parecen
pequeñas mentiras.
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