Con frecuencia escuchamos
frases como “no hay peor sordo que quien no quiere oír”. Parecidas máximas
llenan diferentes campos y pormenores propios de una vida compleja, profunda.
El yo físico e intelectivo se imponen a la lógica, a todo aquello que significa
equidad, acuerdo, convergencia. Aun siendo seres sociales, anómalos en
solitario, destruimos furiosamente los puentes tendidos por espíritus cautos,
sabios, inaccesibles a lo estúpido. Nos negamos a suscribir cualquier intermediación
que redima divisiones, egocentrismos. Cada cual aspira a justificar contra
viento y marea, abusivamente, su débil fortaleza personal, sus monstruos, su
dogma. El resto apunta pensamientos oscuros y acciones destinadas a oprimir
individuos desamparados por la fortuna o abatidos por la fatalidad. Homólogo
escenario hemos creado de forma insensata para representar el Gran Teatro en
que se ha convertido la existencia humana.
Es cierto que no viví la
guerra (tampoco el noventa y cinco por ciento tiene consciencia de ella), que
no tengo familiares podridos en las cunetas, tampoco ya un padre que sufriera
los rigores del campo de concentración. Queda solo lejana alusión a un tío,
combatiente republicano, muerto en la batalla de Brunete. Aunque nací en mil
novecientos cuarenta y tres, mi curiosidad, interés y cuantiosas lecturas, me
dan amplia visión de España, sus vicisitudes, en el siglo XX. Tales
circunstancias, facultan a analizar el tema libre de prejuicios, sin banderías
que me impulsen al subjetivismo agreste, hediondo. Admito incomprensión,
reparos vigorosos, en quienes se dejan cortejar por soflamas sectarias, por
argumentos postizos sembrados cautelosamente dentro de la conciencia colectiva.
Sospecho que, motu proprio, no hubiese germinado ninguna iniciativa y se
hubiera arrinconado, hace tiempo, cualquier reliquia de aquella guerra
fratricida donde todos resultaron perdedores.
Zapatero, hábil
incompetente, sacaba de la oscuridad gubernamental proyectos a largo plazo,
seductores, hueros, de imposible verificación. Aquella Alianza de
Civilizaciones solo fue un recurso mediático, una chuchería indefinible e
imperecedera. Significó el hueso que mantiene ocupadas ansias de morder.
Asimismo, su defensa del Medio Climático entretuvo sine díe a quienes hicieron
de él un ídolo virtual, un artilugio devoto. Aparte estas añagazas benignas,
analgésicas, sacó de la chistera aquella famosa y perturbadora Ley de Memoria
Histórica. Únicamente individuos sometidos a traumas provenientes de sucesos
luctuosos pueden cometer semejante disparate. Mantengo la tesis de que el
episodio de su abuelo, el capitán Rodríguez, marcó a tan oneroso personaje.
Quiso cambiar la historia, desbaratar casi cinco décadas, y consiguió reabrir
cismas sociales cerrados, con enorme generosidad, al principio de la
Transición. Esa fue su mejor virtud y su peor pecado.
Desde la muerte de Franco
hay bastante gente que exterioriza una visión distinta del franquismo
originario. Yo sigo pensando igual. Siempre expuse que su error más terrible fue
la represión efectuada tras el conflicto, cruel e innecesario. Después tuvimos
un régimen autocrático, discutible pero muy original. Desde mi punto de vista,
constituyó el periodo más largo, hasta aquel momento, de convivencia pacífica.
Libre de influencias, adscrito al hábitat provinciano, viví la dictadura sin
pena ni gloria, alejado de improntas universitarias jaleadas por disidentes no
siempre democráticos. Verdad es que había instintos rebeldes en una juventud
inquieta -entusiasmo natural- potenciados, a la par, tanto por personas
idealistas cuanto por sujetos con objetivos maquiavélicos y prosaicos. Este
periodo exige análisis huérfanos de fervores, dogmas y maniqueísmos que
pudieran adulterar la realidad.
En este momento,
comunicadores (ellas y ellos) blindados con ese prurito progre que se presume
hasta extremos ridículos, aventan las “ecuánimes” demandas de la izquierda
radical o no tanto. Pretenden exhumar los restos de José Antonio y Franco del
lugar actual para darles sepultura definitiva fuera de cualquier recinto que
tenga connotaciones enaltecedoras. Se llega al comentario arrebatado, sin
matices, descompasando el tono, de que no pueden compartir dominio víctimas y
victimarios. El propósito, se dice, es “resignificar el conjunto despejándolo de
cualquier connotación ideológica o política”. Dos cuestiones. Desde el catorce
de marzo de mil novecientos treinta y seis, José Antonio estuvo preso hasta su
fusilamiento a finales de noviembre. Por tanto, mal pudo responder de una
guerra y menos de la represión. En segundo lugar, esta propuesta tiene un
vínculo político que, en absoluto, minimiza el que se quiere suprimir. Sobre
los restos de Franco, resultaría factible aplicar razones concluyentes para
efectuar su traslado, si tal acto ayudara a restablecer la conciliación. De
todas formas, el Tribunal Supremo ya ha resuelto su rechazo bajo sentencia
jurídica y no política, como debiera ser el caso.
Queda por hacer un
ejercicio de adivinación. ¿Qué habría ocurrido si hubiesen ganado la guerra los
comunistas? Fue el intento final superados los demás partidos republicanos.
¿Hubiera habido represión? ¿Qué régimen habríamos tenido, dictadura o
democracia? ¿Hubieran legislado la Ley de Memoria Histórica, o similar? Nadie
tiene respuestas porque ninguno de los supuestos ocurrió. Especular, aquí y
ahora, supone un proceder aventurado que no estoy dispuesto a consumar. Sin
embargo, introduzco a juicio, a reflexión, un hecho cierto, orientador. Me
refiero a las palabras de Alberto Garzón: “Leopoldo López está en la cárcel por
golpista y por ser partidario de la sangre”. Baste este botón como muestra
convincente, innegable, de hermandad, de moderación, amén de verosímil
respuesta a los interrogantes anteriores. Los emisarios del pueblo, voceros de
las libertades, no siempre son demócratas.
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