viernes, 3 de marzo de 2017

UNA MEMORIA SELECTIVA, AD HOC


Con frecuencia escuchamos frases como “no hay peor sordo que quien no quiere oír”. Parecidas máximas llenan diferentes campos y pormenores propios de una vida compleja, profunda. El yo físico e intelectivo se imponen a la lógica, a todo aquello que significa equidad, acuerdo, convergencia. Aun siendo seres sociales, anómalos en solitario, destruimos furiosamente los puentes tendidos por espíritus cautos, sabios, inaccesibles a lo estúpido. Nos negamos a suscribir cualquier intermediación que redima divisiones, egocentrismos. Cada cual aspira a justificar contra viento y marea, abusivamente, su débil fortaleza personal, sus monstruos, su dogma. El resto apunta pensamientos oscuros y acciones destinadas a oprimir individuos desamparados por la fortuna o abatidos por la fatalidad. Homólogo escenario hemos creado de forma insensata para representar el Gran Teatro en que se ha convertido la existencia humana.

Es cierto que no viví la guerra (tampoco el noventa y cinco por ciento tiene consciencia de ella), que no tengo familiares podridos en las cunetas, tampoco ya un padre que sufriera los rigores del campo de concentración. Queda solo lejana alusión a un tío, combatiente republicano, muerto en la batalla de Brunete. Aunque nací en mil novecientos cuarenta y tres, mi curiosidad, interés y cuantiosas lecturas, me dan amplia visión de España, sus vicisitudes, en el siglo XX. Tales circunstancias, facultan a analizar el tema libre de prejuicios, sin banderías que me impulsen al subjetivismo agreste, hediondo. Admito incomprensión, reparos vigorosos, en quienes se dejan cortejar por soflamas sectarias, por argumentos postizos sembrados cautelosamente dentro de la conciencia colectiva. Sospecho que, motu proprio, no hubiese germinado ninguna iniciativa y se hubiera arrinconado, hace tiempo, cualquier reliquia de aquella guerra fratricida donde todos resultaron perdedores.

Zapatero, hábil incompetente, sacaba de la oscuridad gubernamental proyectos a largo plazo, seductores, hueros, de imposible verificación. Aquella Alianza de Civilizaciones solo fue un recurso mediático, una chuchería indefinible e imperecedera. Significó el hueso que mantiene ocupadas ansias de morder. Asimismo, su defensa del Medio Climático entretuvo sine díe a quienes hicieron de él un ídolo virtual, un artilugio devoto. Aparte estas añagazas benignas, analgésicas, sacó de la chistera aquella famosa y perturbadora Ley de Memoria Histórica. Únicamente individuos sometidos a traumas provenientes de sucesos luctuosos pueden cometer semejante disparate. Mantengo la tesis de que el episodio de su abuelo, el capitán Rodríguez, marcó a tan oneroso personaje. Quiso cambiar la historia, desbaratar casi cinco décadas, y consiguió reabrir cismas sociales cerrados, con enorme generosidad, al principio de la Transición. Esa fue su mejor virtud y su peor pecado.

Desde la muerte de Franco hay bastante gente que exterioriza una visión distinta del franquismo originario. Yo sigo pensando igual. Siempre expuse que su error más terrible fue la represión efectuada tras el conflicto, cruel e innecesario. Después tuvimos un régimen autocrático, discutible pero muy original. Desde mi punto de vista, constituyó el periodo más largo, hasta aquel momento, de convivencia pacífica. Libre de influencias, adscrito al hábitat provinciano, viví la dictadura sin pena ni gloria, alejado de improntas universitarias jaleadas por disidentes no siempre democráticos. Verdad es que había instintos rebeldes en una juventud inquieta -entusiasmo natural- potenciados, a la par, tanto por personas idealistas cuanto por sujetos con objetivos maquiavélicos y prosaicos. Este periodo exige análisis huérfanos de fervores, dogmas y maniqueísmos que pudieran adulterar la realidad.

En este momento, comunicadores (ellas y ellos) blindados con ese prurito progre que se presume hasta extremos ridículos, aventan las “ecuánimes” demandas de la izquierda radical o no tanto. Pretenden exhumar los restos de José Antonio y Franco del lugar actual para darles sepultura definitiva fuera de cualquier recinto que tenga connotaciones enaltecedoras. Se llega al comentario arrebatado, sin matices, descompasando el tono, de que no pueden compartir dominio víctimas y victimarios. El propósito, se dice, es “resignificar el conjunto despejándolo de cualquier connotación ideológica o política”. Dos cuestiones. Desde el catorce de marzo de mil novecientos treinta y seis, José Antonio estuvo preso hasta su fusilamiento a finales de noviembre. Por tanto, mal pudo responder de una guerra y menos de la represión. En segundo lugar, esta propuesta tiene un vínculo político que, en absoluto, minimiza el que se quiere suprimir. Sobre los restos de Franco, resultaría factible aplicar razones concluyentes para efectuar su traslado, si tal acto ayudara a restablecer la conciliación. De todas formas, el Tribunal Supremo ya ha resuelto su rechazo bajo sentencia jurídica y no política, como debiera ser el caso.

Queda por hacer un ejercicio de adivinación. ¿Qué habría ocurrido si hubiesen ganado la guerra los comunistas? Fue el intento final superados los demás partidos republicanos. ¿Hubiera habido represión? ¿Qué régimen habríamos tenido, dictadura o democracia? ¿Hubieran legislado la Ley de Memoria Histórica, o similar? Nadie tiene respuestas porque ninguno de los supuestos ocurrió. Especular, aquí y ahora, supone un proceder aventurado que no estoy dispuesto a consumar. Sin embargo, introduzco a juicio, a reflexión, un hecho cierto, orientador. Me refiero a las palabras de Alberto Garzón: “Leopoldo López está en la cárcel por golpista y por ser partidario de la sangre”. Baste este botón como muestra convincente, innegable, de hermandad, de moderación, amén de verosímil respuesta a los interrogantes anteriores. Los emisarios del pueblo, voceros de las libertades, no siempre son demócratas.

 

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