Según indica la
semántica, estafa es un delito contra la propiedad o el patrimonio ocasionando serio
perjuicio al estafado. Se juzga delito penal grave (sujeto a condenas considerables)
o falta menor (sin apenas correctivo), en razón de la cantidad burlada. Considera
también reos a quienes, mediante manipulación o artificio, indujeran a error en
beneficio propio. Estimo aquella apropiación pecuniaria, por procedimientos
sutiles, mucho más liviana que esta otra en que un “maestro del ardid” o varios
se disfrazan de bienhechores ante una humanidad descarriada, quizás mezquina.
Al mismo tiempo, es víctima propiciatoria siempre que ocultan su verdadera
naturaleza bajo una máscara social amiga, sugerente. Acrecientan los vicios
evidentes de sus rivales, sin aportar soluciones; mientras, difuminan incompetencias
y catequizan -siembran incertidumbres- alterando prioridades del ciudadano, envuelto
todo en artificial e inacabable humareda.
Recurren a una táctica que proporciona pingües beneficios y lamentables
estragos.
Sí, amigos lectores,
existen estafas con un grado de malignidad muy superior a las puramente
prosaicas. Son aquellas cuyo objetivo persigue mentes ad hoc al servicio del
sistema -a mayor gloria cuanto más putrefacto- inclusive en detrimento del
propio interés personal. Ignoro qué brebaje mágico condimenta cuantas acciones
realizan estos estafadores duchos en quinta esencia grupal. Manejan retóricas malhechoras,
adulterinas. Saborean una impunidad plena pues las apropiaciones del entendimiento
y de la voluntad todavía no tienen asiento en los códigos jurídicos; por tanto,
quedan exentas de expiación. Es difícil medir el daño que ocasionan porque los
efectos, a veces, tardan tiempo en hacerse visibles. Cuando se siembran dogmas
y quimeras, la cosecha -amén de importuna- suele ser frustrante, infecta.
Veamos diversos ejemplos.
Empezaremos por el
partido gobernante. Ana Pastor, presidenta del Parlamento, se aleja de ese
hábito antidemocrático; raramente acude a la estafa y sus manifestaciones atesoran
virtud, decencia. Sin que sirva de precedente -y casi seguro a su pesar- dijo
con ocasión del anuncio de ETA sobre el desarme: “El PP está donde ha estado
siempre, con el apoyo a las víctimas”. Doña Ana olvidaba malquerencias importantes
como las de Francisco José Alcaraz u Ortega Lara a quienes, espero, no tache de
inestables o antojadizos. Rajoy, acostumbrado a destrezas poco sublimes, a fuer
de astutas, advirtió a ETA que aplicará la ley. Aparte de tan pomposa obviedad,
rehusó especificar si lo hará igual, peor o mejor, que en Cataluña donde los
políticos que apuntalan el ejecutivo, con algún munícipe espontáneo, toman al
Constitucional (convertido en Tribunal de ida y vuelta) por el pito del sereno.
Convivimos con estafas sibilinas, tácitas, cual conversaciones oscuras,
insondables, o expresas con suficiente ambigüedad para alterar de forma
precipitada el patrimonio democrático.
Hay un partido que ha
hecho de la estafa su columna vertebral. Me refiero al PSOE. El enorme esfuerzo
realizado para que se le adivine lejos del capitalismo forma parte sustantiva
de su encarnadura. Aunque intente agazaparse bajo un ropaje menestral, sigue
siendo la cara amable de aquel. Refiriéndonos al momento presente, existen
hechos, prohombres, que atesoran una vena, un ADN, retorcidos cuyo objeto
-consciente o no- constituye elemento clave en el aturdimiento general. Existen
varios dignatarios empeñados en esta labor nada ejemplar. Tal vez Pedro Sánchez
sea el mayor agente, el que haga méritos para alzarse con el inicuo honor de someter al partido a
intereses espurios generando dinámicas preocupantes. Susana le va a la zaga,
próxima, en este trilerismo diluyente, erosivo, fragmentario. Asimismo, el
espíritu del afiliado asemeja un aprendiz de brujo incómodo, rebelde; arrebatado
por un hostigamiento divergente, perverso.
Existe, cómo no, un
cabeza de turco que, inocente, torpe, da argumentos sólidos para, en su nombre,
cometer pequeños escamoteos que raen con malicia el saldo democrático surgido
tras la crisis bipartidista. Me refiero a Ciudadanos. Cierto es el vaivén que
efectúa su equipo dirigente, pero es mayor la ansiedad exhibida por aumentar
los decibelios. Algunos consiguen así transformar en ruido algo melódico,
armonioso. Albert Rivera debería angustiarse menos por conseguir un lugar al
sol, desechar tics veletas, vidriosos, y gestar proyectos sobrios, castos,
benefactores. Abandonar pruritos y prisas, dejar de ser comparsa en la estafa,
dará frutos a medio plazo abriendo brechas crediticias entre ellos y PP. He ahí
el principio de la virtud, también del éxito pleno.
De Podemos citaré solo un
botón de muestra. Hace días, Irene Montero -no sé si más pareja que portavoz-
explicaba en una televisión amiga, colaboradora, en relación a la misa: “Pablo
Iglesias no quiere quitar la misa, lo hace en nombre de cinco millones de
votantes”. Pareciera que esa muchedumbre hubiese manifestado, alto y claro, repugnancia
total a semejante muestra religiosa con dinero público. Torpe y atrevida argumentación,
pues con igual justicia o justeza los diez millones de abstencionistas (entre
los que me encuentro) podríamos exigir la retirada gratuita de toda propaganda
partidaria en periodo electoral. Por doble motivo: porque no convencen estos
políticos y porque se discrimina al ochenta por ciento de siglas cuyo derecho
se ve conculcado.
Termino con un reproche a
la prensa; ese cuarto poder utópico, timorato, timador por excelencia. Ella personifica
realmente -salvo excepciones- el genuino fariseísmo al servir de caja de
resonancia, además de contar en sus filas con farsantes experimentados que
pasan desapercibidos por tratarse teóricamente de un poder compensador. El
engaño, aquí, supera la indignidad para invadir el ámbito de la repugnante e
inmunda felonía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario