A la hora de urdir mis
artículos jamás tuve tentación de ofrecer clases magistrales, tampoco podría,
ni articular tesis irrefutables relativas a usos políticos. Antes bien, siempre
me propuse continuar el ministerio pedagógico -copioso a lo largo de cuarenta
años- ofreciendo materia para una reflexión hoy vital. Distinguimos en el cercano
horizonte cambios trascendentales, próximos. De seguro vienen tan rápidos que nuestra
mentalidad se ve superada para comprenderlos y gestionarlos. Estamos acariciando
un mundo robotizado que agrava, paradójicamente, el conflicto laboral junto al
envejecimiento de la población. Esta novedad todavía no ha hecho mella en el
ciudadano hastiado, de momento, por tanta corrupción y vicios del poder.
De la primera, conocemos
cada día extensos detalles en informativos y tertulias sin que, hasta el
presente, se perciban esfuerzos evidentes por minimizarla -al menos- ante la
nula tentativa, de unos y otros, para resolverla (acepto una soterrada e
inmunda discusión con el objeto de desprestigiar recíprocamente al adversario).
Este marco me lleva a hablar del poder. Hay un hecho claro, incontestable: el
poder es hegemónico y autoritario. Como norma, es difícil encontrarlo con perfil
autocrático, personalista, sin que ello suponga negar esta forma de existencia
(obsérvense los sistemas totalitarios, germen sangriento de diversas dictaduras).
Usualmente lo consiguen élites heterogéneas que rivalizan por conseguir el
control de los recursos, ya sean políticos, económicos, informativos,
ideológicos, etc. (da la impresión de que, en los tiempos modernos, el poder
renuncia a disputarse cualquier rasgo doctrinal). Para Foucault “el poder se
encuentra en todos los sitios porque no proviene de ninguno”; percepción
errónea, engañosa, desde mi punto de vista.
Todo poder tiene su venero,
sus fuentes: Fuerza, persuasión, autoridad, tradición, carisma, conocimiento
(aunque se nutre de desconocimiento), comunicación, dinero. El número de
fuentes indica la cantidad de élites que se disputan el poder; tomando al
pueblo, a la ciudadanía, campo idóneo, deudor, de sus disputas. Max Weber
asegura que la sociedad está amenazada por la concentración de poder. En
efecto, los populismos quiebran -o lo apetecen- la complementación democrática
donde cohabitan diversos poderes permisivos pugnando sin cuartel contra el
constrictivo que quieren imponer. Ya lo anunciaba Korstanje: “Todo populismo lleva
aparejado desinversión y termina inexorablemente en dictadura para proteger élites
concretas”.
Quien teorice sobre
soberanía nacional o el tan traído poder popular de los populismos miente con
descaro. Ambos son recientes eslóganes que forman parte de la escenificación,
herramienta fructífera, prodigiosa. Una masa, más o menos vertebrada, atesora
un poder lineal -no diferenciado- adverso a las élites (elijan, cualquiera de
ellas) cuyo poder es diferenciado y competitivo. Estas, apetecen su acumulación
tras pugnar por el control de los recursos. El poder acarrea un tipo de acciones
sobre otras utilizando la amenaza con violencia. Utiliza, al tiempo, una
metodología basada en el márquetin. Gana ímpetu en un sistema de creencias por
su manera característica de ver el mundo, normalizando un modo de vida
específico. Este es el fundamento que invita a no apostarse nunca ciegamente; nada
ni nadie merece tanto hechizo.
Aquella escenificación de
la que hablábamos nos trae ejemplos estos días. Ayer se aireaba, sobre todo por
medios sabidos, una presunta trama de corrupción protagonizada por el
presidente de Murcia cuando era alcalde de Puerto Lumbreras. Quien lo mantiene
al frente de la Comunidad, Ciudadanos, pide su renuncia para seguir con el pacto
previo. La polémica, perfectamente orquestada, es artificiosa y falaz.
Ciudadanos, socio preferente y único del PP, se siente indefenso, burlado,
cuando se le ningunea en las decisiones PP-PSOE. Semejante displicencia, esa
falta de relevancia, la lucha por ser hegemónico en un país de telediario, pone
sobre ascuas un pacto de gobierno que puede romperse por estrategias
mercadotécnicas. Cuestión de avidez, dominio e insensibilidad del PP que ya
acumula abusivos pecados para hacerse perdonar.
Salta hoy, sin embargo,
la porfía más espinosa. Con fondo evidente de atentado a la democracia, aparece
la denuncia de la APM contra Podemos por presuntas amenazas, acoso y
amedrentamiento a periodistas. La negativa de los líderes podemitas, además de
esperpéntica e inútil, deja al descubierto el talante de este partido con tics totalitarios
y eminentemente cesarista. Tal encrucijada, el constante aviento de dimes y
diretes, deja al desnudo, en Podemos, una indigencia generalizada, lamentable,
onerosa. ¿Estos van a resolver los problemas de España? Apaga y vámonos. Su
objetivo no es compartir sino reemplazar. Por eso venden bien sus remedios a
quienes todavía no los conocen, incluso realizando notables esfuerzos por
dejarse notar.
Sí, amigos lectores; el
poder no se proletariza ni se comparte. Pese a cánticos de sirena, su reino
habita en las élites, en la crema social; nunca abandona su medio para ocupar una
alternativa multitudinaria. Semejante proposición lleva a que la democracia sea
tan utópica como el denominado socialismo científico o anarquismo. Hace tiempo que
soy consciente de esta cruda realidad y sé que podemos aspirar solo a un ten
con ten, como dirían los castizos. Las mieles se dan azarosa y raramente.
Evitemos que nadie ponga ante nuestros ojos zanahorias y palos. Mantengamos una
posición de rebeldía pacifica pero también de firmeza; no nos dejemos ahogar. En
palabras de Dong Larson: “En lugar de darles la llave de la ciudad a los
políticos, sería mejor cambiar la cerradura”. Amén.
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