Hace años leí una
información curiosa, chocante. Aseguraba que en cinco generaciones la propiedad
familiar pasaba al Estado. Tal aserto implica sometimiento a un Estado mezquino,
confiscatorio; es decir, a la requisa arbitraria del patrimonio privativo. Mi
experiencia, más allá del imposible cotejo personal, confirma la certidumbre
total de dicho presupuesto. Verán. Tres años atrás realicé la reforma de un
almacén heredado para evitar el desplome de su techumbre. Ayer recibí escrito del
catastro advirtiendo un nuevo apunte basado en suelo y construcción. Vaticinaba
aumento impositivo con el agravante de que dicha diligencia costaba sesenta
euros, cuyo pago debía hacer efectivo en agosto.
Acepto que el local haya
aumentado su valor y pueda usarse con seguridad. Tenía dos opciones: dejar que
la cubierta cayera al suelo o sanearla para evitar peligros potenciales a
cualquiera. Hice lo segundo. Si se hubiera producido un derrumbe, el valor del
edificio -o sea, el bien patrimonial- sería menor. ¿Vendría recogida tal alteración
en este trámite? Creo que no; al menos no conozco ningún caso. Prácticas paralelas
constituyen un soterrado aumento de impuestos sin variar el tipo de gravamen.
Así pueden propagar, con medias verdades, que no sube (e incluso baja) la
fiscalidad. Imagino a muchos de mis amables lectores víctimas de parecidos
arbitrajes.
Cuando hacemos la
declaración del IRPF, se computan los rendimientos del trabajo, capital
inmobiliario y capital mobiliario. ¿Por qué, entonces, sufragamos cargas de bienes
adquiridos con dinero libre de impuestos si no se obtiene rentabilidad alguna?
Parece, pues, evidente que la ley es injusta, ladronzuela; de difícil
ensamblaje en un país democrático. En definitiva, como tantos otros preceptos y
normas, son recaudatorios, caprichosos, amén de
bordear el sablazo o asalto trabuco en mano. Quien sea responsable de
este escenario, llámese como quiera, asimismo adscrito a cualquier sigla
política, podríamos denominarlo -sin un ápice de exageración ni pecado- José
María El Tempranillo.
Cambiando de tema porque
el guión lo exige, la investidura de Rajoy -unida a la formación de gobierno-
parece ir para largo. Unos y otros actúan cual ritual carente de entidad, un
abalorio democrático. Decía el clásico: “Debemos establecer nuestras metas,
luego aprender a controlar nuestros apetitos. De lo contrario, nos perderemos
en la confusión del mundo”. Tras cuatro años sin clarividencia ni criterio,
faltos de toda creatividad, llevamos siete meses inmóviles, paralizados por
tactismo espurio, perverso. Precisamos un formidable impulso para evitar
agarrotamiento o, peor todavía, caer de forma irreflexiva en nefasto y
dispendioso acomodo. Los ciudadanos vemos incrédulos las barreras que levantan
por detalles grotescos, tal vez grandes dosis de personalismo ruin, indigno.
¡Cuánta paciencia, señor!
El PP -es decir, don Mariano-
como siempre especulando, ralentizando el metrónomo, deja que los demás
disparaten y luego él recoja frutos ilegítimos. Le salió bien la jugada con
Zapatero. Caso contrario, hubiese constituido una burla inmisericorde del
fatídico presidente o extravagancia juguetona de un azar absurdo. Desde
entonces, anda errante, no da una. Ocurre, sin
embargo, que suma votos, conexiones, por aquello de vale más malo
conocido que bueno por conocer. Tan vaga estrategia presenta un inconveniente espinoso:
puede tener un final fulminante, definitivo. Rajoy está ya en puertas porque le
supera la intransigencia acumulada durante su mayoría absoluta. Necesita elasticidad,
indispensable para aglutinar programas y suscribir pactos.
Pedro Sánchez juega
aventuradamente al enfrentamiento doctrinal que existe solo en su mente
fanática. Asesorado por indigentes, se juega más que el futuro personal
-bastante agitado- el del PSOE y, sobre todo, el de España. Aun considerando su
responsabilidad en una alícuota parte, la obcecación puede llevarle al lance de
otras elecciones con un resultado previsible. Actitudes displicentes, además de
estériles, suelen cosechar efectos letales para quien las exhibe con excesiva
asiduidad. Ignoro qué motivo le ha llevado a preferir un camino que le lleva a
ninguna parte. Acaso Podemos sea su fantasma, el ara onírica. La realidad
podemita, empero, dibuja un gigante sin vértebras, una sombra chinesca y
sobrecogedora.
Pese a todo, quien
suscita más confusión entre el personal es Albert Rivera. Ciudadanos, partido
que a futuro debiera ser la llave de cualquier gobierno, se obstina en renegar
de su acervo político mostrando una inacción incomprensible. Falta de flexibilidad,
junto a vetos preventivos, seguramente le suponga un peaje cuantioso, mal
cuantificado. Mostrarse harto exquisito ahora resulta paradójico respecto a
otras razones y ámbitos. Rivera avienta una incoherencia verbal decepcionante, fomentando
la duda de esa moderación que implica ocupar el centro. Ve hábitos corruptos, lastres
legendarios, antañones, cuando su única vigilia debiera ocuparla hogaño esta
sociedad. Ahí, no repartiendo donosuras retóricas, encontrará el auténtico
espaldarazo político.
Decía Anne Austin que la
confusión es un signo muy sutil de paranoia. En efecto, nos envuelve una bruma palpable
de osadía -quizás aturdimiento intelectual y movilidad vacilante- aledaña al
estadio catatónico. Nadie puede llamarse a escándalo o extrañeza. Tanta
confusión, si no se corrige la trayectoria, confirmará el dicho popular: “Entre
todos la mataron y ella sola se murió”. Sirve de poco protagonizar un papel de
ingenuo lanzando a medio mundo culpas y al resto amenazas. Pagarán esa
prepotencia estúpida de que hacen gala anteponiendo pruritos pueriles al
bienestar nacional. Más que augurio, la última afirmación es una sospecha, un
aviso a navegantes.
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