Más allá de una probable deformación
profesional, atisbo cierto paralelismo entre sistema democrático y educativo.
Ambos vienen determinados por dos factores principales: gobernantes y
gobernados en el primero; educadores y educandos constituyen los simétricos en el
segundo. Son tan influyentes que la vida se desliza a caballo de uno u otro.
Interaccionan de forma palmaria en los distintos estadios personales. Infancia
y adolescencia se acomodan con plenitud al sistema pedagógico que establece una
impronta formativa. Después, el resto de su existencia, gozarán o expiarán
-depende- un sistema democrático que suele destaparse, a nivel patrio, bastante
abusivo. Deglutimos la fase docente, cual medicina amarga, con la esperanza de
merecer una paz posterior que, hasta el momento, parece esquiva.
Todo sistema humano sugiere una realidad
dinámica, mutable. Necesita, por tanto, el análisis reglamentario a fin de
adecuar tipologías, atributos y desarrollos. Su evaluación ha venido ajustando
ámbitos, destrezas e instrumentos a las nuevas circunstancias y concepciones.
En fechas antiguas quedaban al margen sectores que formaban las élites de
poder: educadores y gobernantes. Aires recientes trajeron rudimentos y estilos
igualitarios. A priori, quebraron cualquier signo o trato discriminatorio. Se
impone un proceso global, sin atajos acomodaticios. Sólo así evitaremos
conclusiones parciales e imprecisas. En el espacio educativo, desde hace años,
predomina un proceso de enseñanza-aprendizaje que tasa, entre otras variables,
la idoneidad; asimismo lo perfectible de profesor y alumno desterrando culpabilidades
unidireccionales en notorios fracasos orgánicos.
Si consideramos justo y conveniente tal
examen que implica a los actores sin excepción, traslademos esta premisa a la
esfera social. Nos proponemos juzgar la actividad política sin dejar al albur
ningún recoveco. Enjuiciaremos sin filias ni fobias -lo aspiramos al menos- actitudes,
promesas y comportamientos de los agentes que intervienen, desde diferentes
quehaceres, en el devenir del sistema democrático visto a partir de un marco
temporal inmediato.
Las pasadas elecciones generales del 20N
supusieron una derrota histórica para el PSOE. El PP, de rebote, obtuvo mayoría
absoluta. La ciudadanía otorgó a Rajoy lo que pidió para realizar cuantos
cambios fuesen precisos a la hora de reparar los desperfectos económicos e
institucionales ocasionados por el infame e indigente Zapatero. Transcurrido un
año, el PSOE (olvidando siete años desastrosos) continúa prepotente, falaz,
manipulador. Escaso de autocrítica, somete al gobierno a una presión
destructiva que, en este marco aciago, le está ocasionando permanente y extrema
fuga de votos. El ejecutivo no se queda atrás en los despropósitos, tampoco en
la merma de votantes. Sin cumplir ninguno de sus compromisos electorales, airea
pretencioso medidas que, salvo una tibia reforma laboral, no pasan del anuncio
reiterativo. Ejecutan con total destreza ese principio lampedusiano de “cambiar
todo para que nada cambie”. El hartazgo y abandono ciudadano parece un desenlace
lógico pero insuficiente a juzgar por el bajo índice de abstención, señal
inequívoca de que la sociedad practica su castigo, sin más, en tertulias de
café.
Los nacionalismos van ganando terreno a
medida de su radicalización. Cada uno procura explotar las contradicciones que
debilitan el respectivo edificio doctrinal. La izquierda resquebrajando la
universalidad y cohesión obrera a la par que coquetea con la derecha burguesa.
Esta traiciona a sus bases sobrias, gentes de orden, desafiando con todo lujo
de desplantes el compendio legal. PNV y CiU se echan al monte guiados por
visionarios quiméricos sin demasiado crédito colectivo. No puede travestirse de
lobo un manso cordero que enseña dentadura láctea. Por este motivo, el
independentismo puro, quien detesta la unidad nacional por encima de cualquier
consideración, vota BILDU o ERC; formaciones que representan, como máximo, un
quinto del electorado. Al final la burguesía nacionalista ha de pactar con PSOE
o PP, dos grupos ganados por la indecisión y el disfraz, al igual que ellos.
El pueblo, los gobernados, no aguanta un
mínimo ejercicio de consistencia. Exhibe a calzón caído un raquitismo
lacerante. Incapaz de desplegar un ápice de fuerza, oscila víctima de una
embriaguez intelectual, cual títere de guiñol, guiado por la manipulación y
falsos augurios de auténticos especialistas. Su acriticismo conforma la
estructura deficiente del sistema. El político debería pergeñar la coyuntura que
exaspera.
Decía Guillermo Alberto O’Donell: “La
democracia está hoy y lo estará siempre en una especie de crisis, pues desvía
constantemente la mirada de sus ciudadanos de un presente más o menos
insatisfactorio a un futuro de posibilidades incumplidas”. El sistema, este que
conocemos, se hace merecedor del suspenso. En mi dilatada etapa docente nunca
tomé una decisión negativa con tanta seguridad. Los políticos (salvo honrosas y
raras salvedades), sobresalientes en indecencia, se encuentran lejos del
aprobado. La sociedad, por su parte, arrastra reputación de indolente, necia e ingenua.
Extramuros -taberna o plaza- aprueba con nota. A la hora de la verdad, cuando
llega el momento decisivo, cuando ha de imponerse el raciocinio, la praxis, su
nota es vergonzosamente mediocre. Es indudable, nuestra democracia necesita
mejorar. Está suspensa.
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