Decíamos no ha mucho que, en este
momento crucial, España era un problema. Como todo él, se trata de una
situación o enigma que es preciso esclarecer. Cualquier método utilizado para
su resolución exige determinar diversas vertientes y apéndices. El hombre
gasta, quizás malgasta, su vida bajo la presión de dos conflictos bien discordantes.
Uno le aflige la existencia al lucubrar sobre de dónde y hacia dónde. Surge la
angustia vital cuya clave indica que sólo cretinos versados pueden alcanzar la
dicha terrena. Semejante trance filosófico ocupa, preocupa y anima a una
minoría selecta que gusta del tránsito y la vigilia.
Otro, más terrible y sin evasivas, aplica
un orden versátil tras el conflicto universal del género humano. Surge sin tasa
empírica más allá de nuestra devoción subjetiva y el criterio común le imputa un
sesgo utilitario. Para intentar resolverlo viene impuesto un método científico que
aprendemos cuando sufrimos los protocolos y formularios matemáticos. ¿Quién no
recuerda aquellos típicos pasos de: comprensión, planteamiento, resolución y
comprobación? Si aceptamos que cualquier problema presenta similar naturaleza,
salvo matices singulares, podremos adoptar estrategias conocidas que regulen anomalías
y especificidades.
Avanzábamos al inicio que España hoy pena
un problema profundo. Su enunciado abarca múltiples aspectos sin factible esquematización.
Cada uno se convierte, a su vez, en sustancia con entidad propia que se imbrica
en el órgano común. Esta coyuntura dificulta su percepción; configura el
problema del problema. El esparcimiento del objeto demora interiorizar e instituir
una conciencia individual y colectiva de aquello que nos obsesiona y martiriza.
Cohíbe así dar el primer paso en su demolición porque llegados a este extremo
no sirven retoques ni reformas parciales.
Una idea consolidada ocupa el solar
patrio: Políticos, financieros y empresarios (con la alianza necesaria de
comunicadores y jueces), a lo largo de treinta años colocaron las bases de un
sistema, aparentemente democrático, que privilegia el latrocinio y la
corrupción con impunidad absoluta. Bajo el imperio de la injusticia surgen
casos, sin apelativo decente, que consuman las mayores cotas de rapiña donde lo
crematístico atempera a veces la eventualidad ética. Estas acciones confunden y
exasperan al ciudadano que exhibe un cuajo insólito. Cabría preguntarnos qué extracto
prodigioso conforma la piel del cuerpo social, factor congénito del problema.
Desmenucemos algunos excesos aunque sea
escenario de dominio público. El PP atesora, además de pretextos, incoherencia
y apocamiento para remediar la crisis. Opera y se somete a sus rutinarios complejos
que, no sé si por accidente o a resultas, ubican en último término al ciudadano.
PSOE es sinónimo de confrontación, autoritarismo, ambición desmedida y reclamo.
Aclaro que, allende nuestras fronteras, conforma un partido sin referencias
doctrinales ni operativas. Poco a poco, el individuo va descubriendo su
vacuidad e inoperancia como demuestran los postreros resultados electorales que
lo convierten sucesivamente en sigla testimonial. ¿Cree el amable lector que,
con estos antecedentes, pueda influir su arbitraje para combatir la miseria que
padecemos?
A lo largo de treinta años se ha
alimentado, entre desidias e inepcias, un terrible monstruo capaz de devorar
incluso su propia entelequia. Se llama nacionalismo. Desde el principio, cualquier
analista libre de prejuicios o prebendas sabe que es una especie indomable,
irracional; nada abierta a pactos o encuentros, que impliquen apartarse de su
desvarío soberanista. Sin embargo, aún quedan comunicadores banderizos que
echan la culpa a Wert de la exaltación nacionalista (me recuerda la alegre historieta
del sordo, cuyo asno comía la siembra de un lejano agricultor y a sus reproches
contestaba reiteradamente que estaba capado. Harto, el agricultor terminó tan
inútil dialogo con airado soliloquio: “¡Tendrán que ver mucho los cojones para
comer trigo!”). Una arrogancia, con insumisión incluida, a cuya sombra codiciosos
desaprensivos se enriquecen bajo la bandera inmune de un patriotismo jugoso.
Financieros y grandes empresarios
bendicen esta democracia postiza que esquilma a la clase media. De rebote,
participan con entusiasmo del festín carroñero. Precisan el cuerpo exánime de
una sociedad timada para complacer la avidez del grupo al que se adscriben
segundones henchidos, y no de gozo, denominados sindicatos.
Estos elementos (en su más amplio significado)
explican qué dificultad entraña la percepción del problema. También entorpece
cualquier planteamiento el hecho turbio de que sea precisamente la razón
democrática o catalana quien excuse y “justifique” el asalto al bolsillo
ciudadano. La resolución es premiosa cuando se han empleado treinta años en fraguar
una conciencia colectiva que permitiera establecer un régimen totalmente envilecido.
Reconocidas las deficiencias
metodológicas que la ciencia matemática nos ofrece para poner orden a tan
complejo e inducido entorno, desterremos el planteamiento académico. Nos queda
a mano usar recursos articulados hasta desterrar a tanto jeta. La necedad y el
dogmatismo son socios muy estimados por la élite. Enmarañada la solución firme e
inverosímil una pauta operativa, propongo la abstención plena puesto que quien gobierne
no facilitará cambios sustanciales y precisamos una enmienda quirúrgica. Sería
un recurso improbable pero las alternativas refuerzan su vigor. El problema
social se reduce a construir cierta conciencia soberana que fuerce la expulsión
de estos aventureros sinvergüenzas (unos y otros) del sistema. Hay que aplicar
la Ley, la de todos; nuestra ley.
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