El aquelarre soberanista (real o
aparente) de Mas, cuenta con la aquiescencia -e incluso silencio cómplice- del
partido y el abrazo letal de ERC. Cualquier análisis riguroso debe perfilar una
Cataluña día a día con menor margen de
maniobra. Desconozco si esta situación se genera por frenesí político,
parálisis social (básicamente de la élite financiera y fabril) o un intento
dramático e irresponsable de escapar a la justicia. Sea como fuere, el
escenario vigente se presenta complejo, árido, aterrador. Jamás hasta ahora CiU
“había sacado los pies del tiesto”. Su lamento se saldaba con la subvención lenitiva
bajo el añadido, poco convincente, de coadyuvar a la gobernanza. Se cercenaban,
al tiempo, envidias e hipotéticos desencuentros hostiles que pudieran sentir otras
Comunidades privadas del manjar común.
De rebote, esta sinrazón ha venido bien
a los medios, pues disponen de miga abundante, y a un gobierno perplejo si no
andrajoso. El pueblo sigue aseverando que el Sistema Autonómico es
económicamente inviable. Voces periodísticas, incluso de próceres con parecidas
u opuestas afinidades, insisten en su oportunidad y validez para el ciudadano.
Falta, dicen, sólo una gestión correcta, transparente, rentable; es decir,
falta todo. Sin embargo parece que su fracaso traspasa el mero trámite para
centrarse en los principios constitucionales. Cuando el poder se disgrega,
cuando se acerca al individuo, entra en escena la corrupción integral.
Aproximar la administración, para atenuar trabas seculares en el ámbito
burocrático, no precisa acometer duplicidades ni sobrecargar el costo de los
servicios. Que el Estado Autonómico nos arruina por sí mismo, sin explorar otras
consideraciones, es una realidad cuya certidumbre debiera ser admitida.
Se reputa con porfía que el Título Octavo
de la Carta Magna fue redactado para integrar hipotéticas Comunidades Históricas,
asimismo de flamante acotación y nula exigencia
social. Opino, por el contrario, que estas pobres razones enmascaran la excusa
perfecta para burlar la Historia y borrarle un periodo de cuarenta años. Los españoles,
ansiosos por vivir en un sistema formal de libertades, no advertimos el virus
siniestro que se introducía con aparente inocuidad en un texto confuso,
elástico y de exiguo porte conciliador. Ahora, el gobierno catalán extrema el
pulso que viene echando al Estado desde casi el inicio. La lógica exigiría una
respuesta contundente pero el ejecutivo nacional, además de timorato, lucubra
qué vía debe utilizar, si lo hace. Es, por desgracia, la tónica rutinaria de
ambos partidos nacionales y supuestos garantes de la Constitución y su
acatamiento.
El problema se viene gestando al día
siguiente en que los españoles aprobamos la Ley Suprema. Ni su generación fue
espontánea ni ha adolecido de varios padres putativos que actuaran con diferente
ardor y afecto que el biológico. ¿Era preciso dejarse en la gatera pelos
soberanos o pecuniarios? No; cambiar la Ley Electoral para impedir cualquier
presión o incomodo hubiera sido suficiente. La ceguera, el beneficio y la falta
de acuerdo entre PP y PSOE han traído la situación límite en que nos hallamos.
Causa bochorno recordar cómo los
sucesivos presidentes, sin excepción, requerían apoyo periódico a nacionalistas
vascos y catalanes a cambio de suculentas cesiones. Se olvidaban, raptados por
insaciables impulsos, de una solidaridad tan proclamada como quimérica. El
resto de españoles era moneda de cambio. Suponía la inercia endémica de todo
régimen, cuyas opulentas bondades se derramaban exquisitas sólo en la periferia
nororiental. Así surgió la España rural sojuzgada frente a la industriosa
insumisa. Este proceso de siglos no mengua; por el contrario se agiganta.
Aparte de aprecios, desapegos e incomprensiones, parece tener importancia suma
un lacrimal presto a la maniobra. Deben tener bien aprendida esa sentencia
pícara: “Quien no llora, no mama”.
Felipe González y Aznar cayeron, sin
rechazo ni pesar, en los brazos ávidos de unos nacionalismos siempre sediciosos
e insatisfechos que, con paciencia no exenta de ciertos apremios, fueron
conquistando etapas previas al asalto final. Contaron con la insólita colaboración
de un personaje sacado de la cámara, tanto de unos errores colectivos cuanto de
los horrores por él acumulados. Rajoy, inconsciente sosias, infravalora su
mayoría absoluta y -cual amante despechado- solicita, exhibiendo una debilidad lesiva,
los afectos desairados de una vanidosa veleta.
Ochenta años, junto a políticos de
baratija, son suficientes para olvidar las lecciones que la Historia se encarga
de ofrecer a los pueblos en su intento de evitarles revivir amargas
experiencias. El extravío y la necedad nos retrotraen a momentos dramáticos. No
obstante es tiempo de superar la hora de los fantasmas para comparecer ante la
hora de la verdad.
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