Anteayer, seis de noviembre, evocamos el
plácet de la Constitución Española. Políticos diversos en pelaje (aunque desconfío
que sea así en propósitos) fueron desgranando opiniones sobre la oportunidad, o
contratiempo, de retocar algún Título para adecuar el articulado a las
necesidades actuales. Los medios, que centraban sus dispositivos en sendos presidentes del Congreso y Senado, elegían
al parlamentario o parlamentaria protagonista de sincero afecto, quizás puñetero
antagonismo propiciatorio de innoble atadura. Preguntas y respuestas se
deslizaban con naturalidad, sin rebasar un ápice el marco definido año a año.
Pareciera un playback con matices temporales que marcan los rostros cuyas
ideas, por oposición, reiteran cansinamente.
Otros comunicadores urgían adeptos en
ciudadanos anónimos. Demandaban su opinión sobre España y la deriva
nacionalista. Interrogantes demasiado complejos para avezados analistas y
probos tertulianos, cuanto ni más para simples ciudadanos de a pie. Las
respuestas vagaban desde una situación preocupante al abuso impune e irrefrenable
del nacionalismo desaforado bajo la ominosa parálisis de un gobierno timorato. Incumplimiento
de la Ley, deslealtad e incesante desafío conforman el camino que radicales, conscientes
o inducidos, recorren con total exención. Adosan un victimismo compasivo e histórico
que, al proyectar una realidad adulterada, cosecha pingües “satisfacciones”
crematísticas. Aquellos vicios y estas rutinas parásitas van generando un
malestar social que el futuro prevé alarmante. Cuando el paro y la angustia
castigan sin control, no se pueden comprender diferencias ni privilegios.
DENAES convocó una manifestación en
defensa de la patria española. Deducir la visión de sus líderes respecto a
España se vislumbra sencillo. Cuando como respuesta final la sociedad civil toma
la calle, certifica “a contrari” la inoperancia institucional en su doble
vertiente. El dato supone un escenario terrible. Dibuja al país en peligro real
de desmembramiento, de aniquilar conjunciones que propiciaron antaño logros
únicos en la Historia. Treinta años fabricando odio, ese sustitutivo de
argumentos inconsistentes, no resulta baladí. Proclaman, a su vez, el idioma esencia
identitaria y diferenciadora. Ambos mecanismos provocan compartimentos estancos
que hacen incompatible la vertebración nacional. El iracundo rechazo al borrador de Wert confirma
una situación límite. Nos encontramos en una encrucijada dramática.
Vivimos tiempos revueltos donde la Constitución
(marco general de convivencia) se tergiversa e incumple a diario mientras su
garante es un Tribunal laxo y politizado. Ponen al descubierto la inmoralidad
acentuada, con pocas excepciones, de políticos fulleros y las tragaderas de una
sociedad obcecadamente necia. Tras comprobar el desacuerdo que amasan Rajoy y
Rubalcaba respecto a la solidez de nuestra Carta Magna, el interés mediático se
centró en definir España. A expensas del significado inestable, aparecieron
acepciones históricas, poéticas, afectivas, tangibles, fantásticas, épicas y
románticas; una relación hecha a la luz de épocas remotas, como si el presente
presentara un aspecto corrupto y desagradable, tanto que se les notara cierta
reticencia a catalogar la España presente.
España hoy genera temores, complejos, salvedades.
Rajoy evita su defensa y languidece por unos falsos cerros de Úbeda cuando,
ante cualquier compromiso, asegura inasequible el final de la crisis en dos mil
trece o catorce. Rubalcaba la ignora y sólo le interesa meter el dedo en el ojo
del PP. Los nacionalistas la detestan por estrategia o por error. Algunos individuos
la venden por un plato de lentejas capcioso e iluso. Otros la veneran y
defienden orgullosos, impacientes. Los políticos, en fin, la usan en su mayoría
mientras el pueblo, salvo exigua porción, la acalla por obviedad fervorosa,
quizás indolencia testimonial.
España en este momento dista mucho de
ser un poema que estimule el goce del esteta. Tampoco levanta apasionados afectos,
antaño atesorados por el común. Esconde todavía un peso histórico de grandeza
imperial que cuatro desalmados desean borrar a golpe de impostura. Pasamos de la
rebeldía heroica del siglo XIX (vertebración civil ante un soberano felón) al entorno
hosco, irritante, descorazonador, que padecemos. España, ahora mismo, suscita
una cuestión que se debe despejar.
Rajoy es incapaz de impulsar con rigor
el cumplimiento de la ley. Rubalcaba ocupa sus esfuerzos en armonizar un partido
roto, anclado y sin referentes europeos. IU puede juzgarse como un jinete sin
cabalgadura; su destino es delirar en este marco capitalista. Se mueve entre
dos imposibles: su propia evolución y la metamorfosis del sistema económico.
Los nacionalistas se enredan en la contradicción permanente. La Historia demuestra
que unos no quieren ser independientes pero la inercia social (que ellos
siembran) les marca un itinerario azaroso. Otros apetecen un territorio soberano
pero el statu quo lo encalla y lo torna utópico. Los proyectos minoritarios, verbigracia
UPyD y Ciudadanos, navegan en el recelo. Sin duda consagran buena noticia y
mejor perspectiva. Al pueblo, España le duele. La adora de verdad, sin
intenciones bastardas, pero su impotencia o, peor aún, su desidia tolera a los
políticos que España hoy sea un problema.
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