El refranero popular
avala, fecundo, con qué escepticismo tomamos cuanto tiene su límite u ocaso
cronológico cercano al siglo. Así, aparecen sentencias, casi siempre oportunas,
que nos liberan de preocupaciones dispuestas a constreñir cierta paz, por otro
lado, huidiza y ardua. “Dentro de cien años todos calvos” y “no hay mal que
cien años dure” vienen a compendiar un destello de esperanza (quimera asimismo)
cuando el azar se ceba agrio u oneroso. No constituye, ni puede, un asidero a
última hora, un tótem primario en quien confiar, impotentes, frente al destino
postizo, en apariencia inexorable. Antes bien, debe considerarse la muralla
donde topa obtusa esa angustia vital que produce cualquier interrogante o
incógnita.
Querer es poder, afirma
rotunda una máxima valiente. Exige
coraje, ímpetu, e invita a defenderse en la lucha contra el infortunio,
por renuente que se revele. Asumir a priori una derrota implicaría reconocer la
justeza de nuestra ubicación en el concierto social. Por tanto serían inexactas
e injustas aquellas imputaciones que responsabilizan sólo a la casta política
(cada vez más desaforada) de la terrible situación actual. El dogmatismo,
negligencia y torpeza de un pueblo, lleva a la clase dirigente al enroque, a
gestar un bastión pleno de franquicias y fueros que afianzan tal atmósfera espuria.
En mil novecientos
setenta y cinco, con el advenimiento del rey Juan Carlos, se cumplían ciento un
años de la Restauración Monárquica en la persona de Alfonso XII. Cuarenta
después, ya con Alfonso XIII, la situación de España se asemejaba (aparte
matices) a la que sufrimos hoy. Políticamente, aquella época se basaba en la
alternancia pacífica de dos partidos, conservador y liberal, bajo los augurios del
caciquismo e incultura vigentes y la severa centinela de una milicia
expectante, inquieta. Actualmente PP y PSOE se intercambian el poder que los
ciudadanos, manipulados como antes, otorgan en Sufragio Universal heredero del
antiguo Censitario; eso no obstante, sin ningún celo castrense. Antaño, la
pérdida definitiva de las últimas colonias trajo una desmoralización social
extrema, avivada por escritores e intelectuales. Ahora, el profundo desastre
económico (agravado por la carencia de
intelectuales que proyecten soluciones alejadas del arbitrismo pueril) resucita
sentimientos y emociones seculares.
En mil novecientos
doce, la corrupción política, el solaz de los prebostes, la arbitrariedad
gubernamental, el amaño y la mentira originaron graves movimientos sociales seguidos
por episodios de terrorismo y desórdenes sin fin. Dos mil doce enseña parecida
catadura. Seguimos inmersos, ahogados, en una corrupción desbordada y
desbordante. Los “prohombres” se blindan una vida áurea. El ejecutivo rehace el
discurso cada veinticuatro horas exhibiendo una imprevisión recurrente.
Artimaña y fraude campan sin rasero. El terrorismo se agosta al acecho y la
ciudadanía duerme esa larga canícula ideológica.
Los tiempos nuevos,
huérfanos de sindicatos emancipados (íntegros) y con evidente indigencia
intelectual en las minorías cultas, traen desorientación, apatía, querencia. Terror
orquestado desde diferentes facciones; una Semana Trágica; una Guerra Civil;
dos Dictaduras; una segunda Restauración y un siglo de recorrido sirvieron para
verificar que, contra todo pronóstico, cien años no es nada.
Al igual que hace un
siglo, políticos, terratenientes y esa nueva giba atiborrada de empresarios,
financieros y sindicalistas de fajín, dan la espalda a un pueblo que sufraga su
“gloria y excelencia” mientras soporta, aguanta (hasta atesorar pena, hoy)
desplantes e injurias cuando no saqueos legales. En este sentido, cien años
entrañaron algo: provocan una impronta de cordura en los movimientos sociales, advertidos
quizás por la inutilidad de cuatrocientas mil muertes.
Aunque no es nada, cien
años debieran levantar costra y acrecentar experiencias. Si los políticos
quiebran el pacto democrático (el ciudadano ostenta la soberanía) y olvidan al
individuo, nosotros hemos de ignorarlos a ellos, en equitativa correspondencia,
propiciando la abstención. Es la única medicina efectiva. De otra manera, cualquier
tiempo es nada.
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