viernes, 8 de junio de 2012

QUE CIEN AÑOS NO ES NADA


El refranero popular avala, fecundo, con qué escepticismo tomamos cuanto tiene su límite u ocaso cronológico cercano al siglo. Así, aparecen sentencias, casi siempre oportunas, que nos liberan de preocupaciones dispuestas a constreñir cierta paz, por otro lado, huidiza y ardua. “Dentro de cien años todos calvos” y “no hay mal que cien años dure” vienen a compendiar un destello de esperanza (quimera asimismo) cuando el azar se ceba agrio u oneroso. No constituye, ni puede, un asidero a última hora, un tótem primario en quien confiar, impotentes, frente al destino postizo, en apariencia inexorable. Antes bien, debe considerarse la muralla donde topa obtusa esa angustia vital que produce cualquier interrogante o incógnita.

Querer es poder, afirma rotunda una máxima valiente. Exige  coraje, ímpetu, e invita a defenderse en la lucha contra el infortunio, por renuente que se revele. Asumir a priori una derrota implicaría reconocer la justeza de nuestra ubicación en el concierto social. Por tanto serían inexactas e injustas aquellas imputaciones que responsabilizan sólo a la casta política (cada vez más desaforada) de la terrible situación actual. El dogmatismo, negligencia y torpeza de un pueblo, lleva a la clase dirigente al enroque, a gestar un bastión pleno de franquicias y fueros que afianzan tal atmósfera espuria.

En mil novecientos setenta y cinco, con el advenimiento del rey Juan Carlos, se cumplían ciento un años de la Restauración Monárquica en la persona de Alfonso XII. Cuarenta después, ya con Alfonso XIII, la situación de España se asemejaba (aparte matices) a la que sufrimos hoy. Políticamente, aquella época se basaba en la alternancia pacífica de dos partidos, conservador y liberal, bajo los augurios del caciquismo e incultura vigentes y la severa centinela de una milicia expectante, inquieta. Actualmente PP y PSOE se intercambian el poder que los ciudadanos, manipulados como antes, otorgan en Sufragio Universal heredero del antiguo Censitario; eso no obstante, sin ningún celo castrense. Antaño, la pérdida definitiva de las últimas colonias trajo una desmoralización social extrema, avivada por escritores e intelectuales. Ahora, el profundo desastre económico (agravado por la  carencia de intelectuales que proyecten soluciones alejadas del arbitrismo pueril) resucita sentimientos y emociones seculares.

En mil novecientos doce, la corrupción política, el solaz de los prebostes, la arbitrariedad gubernamental, el amaño y la mentira originaron graves movimientos sociales seguidos por episodios de terrorismo y desórdenes sin fin. Dos mil doce enseña parecida catadura. Seguimos inmersos, ahogados, en una corrupción desbordada y desbordante. Los “prohombres” se blindan una vida áurea. El ejecutivo rehace el discurso cada veinticuatro horas exhibiendo una imprevisión recurrente. Artimaña y fraude campan sin rasero. El terrorismo se agosta al acecho y la ciudadanía duerme esa larga canícula ideológica. 

Los tiempos nuevos, huérfanos de sindicatos emancipados (íntegros) y con evidente indigencia intelectual en las minorías cultas, traen desorientación, apatía, querencia. Terror orquestado desde diferentes facciones; una Semana Trágica; una Guerra Civil; dos Dictaduras; una segunda Restauración y un siglo de recorrido sirvieron para verificar que, contra todo pronóstico, cien años no es nada. 

Al igual que hace un siglo, políticos, terratenientes y esa nueva giba atiborrada de empresarios, financieros y sindicalistas de fajín, dan la espalda a un pueblo que sufraga su “gloria y excelencia” mientras soporta, aguanta (hasta atesorar pena, hoy) desplantes e injurias cuando no saqueos legales. En este sentido, cien años entrañaron algo: provocan una impronta de cordura en los movimientos sociales, advertidos quizás por la inutilidad de cuatrocientas mil muertes.

Aunque no es nada, cien años debieran levantar costra y acrecentar experiencias. Si los políticos quiebran el pacto democrático (el ciudadano ostenta la soberanía) y olvidan al individuo, nosotros hemos de ignorarlos a ellos, en equitativa correspondencia, propiciando la abstención. Es la única medicina efectiva. De otra manera, cualquier tiempo es nada.

 

 

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