domingo, 24 de junio de 2012

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DE LAS ISLAS SALOMÓN


El error, ese traspié fraterno y democrático, puede clasificarse bajo dos perspectivas: de Concepto, cuando concurre la inexactitud al producir en la mente una idea sobre algo y de Apreciación, cuando el desacierto afecta a la reseña sensorial ante un determinado horizonte o problema. Sin embargo, en ocasiones, la línea divisoria se vuelve confusa, ambigua, porque el accidente, núcleo del error sensible, traspasa la mencionada línea que le diferencia y se introduce en el campo de la esencia dando lugar a una curiosa paradoja. Así, sin perder su naturaleza distintiva, adquiere eventualmente innegable alcance curioso a fuer de impropio. A veces, un análisis agudo, cauteloso, debilita el perfil obtenido tras sucinto peritaje.

Ayer, en la Conferencia Río+20, un resuelto miembro de la ONU (accidental presidente de Asamblea) presentó a Rajoy como Primer Ministro de las Islas Salomón. Impertérrito, don Mariano desgranó su discurso y, al término del mismo, el sujeto errado corrigió el yerro y pidió disculpas. Desconozco si el tal presidente, autor de la ligereza, lo hizo -quizás conociendo el descubrimiento español de aquellas tierras- por un complejo proceso especulativo. Tal vez fuera la infamante fórmula para desprestigiar a España, país sin activos que le permitan acariciar una posición relevante en el concierto internacional. Un enclave que no necesita sardinas para beber vino, dirían los maliciosos de mi pueblo. Hasta pudiera resultar razonable matizar el apriorístico desliz. Como dice Amiel:”Un error es tanto más peligroso cuanto más cantidad de verdad contenga”.

Paralelamente, el Tribunal Constitucional resolvió a favor de SORTU, contra la sentencia del Tribunal Supremo, las víctimas del terrorismo y un alto porcentaje de españoles. Cuando el veredicto llena de oprobio a otro Tribunal y al ciudadano, hemos de poner en reserva la equidad del mismo. Una justicia arbitraria es el mejor paradigma de atropello y vileza, aun considerando loas y altura institucional con que otros quieran agraciarla. Partidos políticos y grupos interesados tasan al Constitucional garante de los derechos individuales, menospreciando de paso otros foros judiciales. Por fas o por nefas, hoy se rumia una soterrada  rivalidad entre el celo jurídico y la maniobra calculadora, calculada.

Empiezan a surgir frecuentes mociones que exigen  la supresión del Tribunal Constitucional por la parcialidad y menoscabo a que se ha hecho acreedor. Se sugiere, a modo de reparación, ocupe ese cometido una sala especial del Supremo para aliviar arbitrariedades debidas al nefasto sistema de cuotas. Recobraría, asimismo, crédito y solvencia. El retoque de la Carta Magna, al parecer necesario, no debiera suponer obstáculo dilatador o definitivo. Otra cosa diferente es la voluntad política de llevarlo a cabo. La experiencia demuestra que ninguna sigla mueve un dedo si ello conlleva perder alguna merced. ¿Qué lugar ocupan los efectos ciudadanos? Sin dudarlo, el último.

Desde aquel célebre dictamen que acomodaba a Ley la expropiación de Rumasa, el Tribunal Constitucional se trocó en zombi; una rémora envuelta bajo el ropaje de institución vertebral en nuestra democracia. Todos los políticos de forma ladina, han hecho virtud de sus manejos. Resultaría pueril relatar las resoluciones eternas, curiosas, descabelladas, temerarias, que ha ofrecido tal Institución; contaminadas y aromatizadas por los afanes del momento. Ya veremos cómo corregimos los excesos autonómicos y éticos a que nos ha llevado tan ominosa, cara y abusiva ligereza.

Sospecho que el antedicho presidente, autor del hipotético disparate en Río+20, conocía perfectamente los derroteros de un Tribunal Constitucional clónico (desde su punto de vista) al de las Islas Salomón. Por esto, atando cabos, presenta a Rajoy como jefe del gobierno de tan paradisiaco (pero tercermundista) lugar. No me extraña el trance, me fascina que individuos foráneos conozcan los entresijos patrios mejor que los propios aborígenes, siempre dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Las comparaciones son odiosas, enseña el proverbio. Si obviamos el sentido, el axioma queda empapado de aborrecimiento.

El amable lector pensará, con razón, que los renglones anteriores vulneran cualquier límite de sensatez; que el párrafo postrero acaricia la bufonada e incluso roza el sarcasmo; pero ¿puede garantizarse que el fondo sea inadmisible? ¿Están seguros?

 

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