El error, ese traspié fraterno y
democrático, puede clasificarse bajo dos perspectivas: de Concepto, cuando
concurre la inexactitud al producir en la mente una idea sobre algo y de
Apreciación, cuando el desacierto afecta a la reseña sensorial ante un
determinado horizonte o problema. Sin embargo, en ocasiones, la línea divisoria
se vuelve confusa, ambigua, porque el accidente, núcleo del error sensible,
traspasa la mencionada línea que le diferencia y se introduce en el campo de la
esencia dando lugar a una curiosa paradoja. Así, sin perder su naturaleza
distintiva, adquiere eventualmente innegable alcance curioso a fuer de impropio.
A veces, un análisis agudo, cauteloso, debilita el perfil obtenido tras sucinto
peritaje.
Ayer, en la Conferencia Río+20, un
resuelto miembro de la ONU (accidental presidente de Asamblea) presentó a Rajoy
como Primer Ministro de las Islas Salomón. Impertérrito, don Mariano desgranó
su discurso y, al término del mismo, el sujeto errado corrigió el yerro y pidió
disculpas. Desconozco si el tal presidente, autor de la ligereza, lo hizo -quizás
conociendo el descubrimiento español de aquellas tierras- por un complejo
proceso especulativo. Tal vez fuera la infamante fórmula para desprestigiar a España,
país sin activos que le permitan acariciar una posición relevante en el
concierto internacional. Un enclave que no necesita sardinas para beber vino,
dirían los maliciosos de mi pueblo. Hasta pudiera resultar razonable matizar el
apriorístico desliz. Como dice Amiel:”Un error es tanto más peligroso cuanto
más cantidad de verdad contenga”.
Paralelamente, el Tribunal
Constitucional resolvió a favor de SORTU, contra la sentencia del Tribunal
Supremo, las víctimas del terrorismo y un alto porcentaje de españoles. Cuando
el veredicto llena de oprobio a otro Tribunal y al ciudadano, hemos de poner en
reserva la equidad del mismo. Una justicia arbitraria es el mejor paradigma de
atropello y vileza, aun considerando loas y altura institucional con que otros
quieran agraciarla. Partidos políticos y grupos interesados tasan al
Constitucional garante de los derechos individuales, menospreciando de paso
otros foros judiciales. Por fas o por nefas, hoy se rumia una soterrada rivalidad entre el celo jurídico y la maniobra
calculadora, calculada.
Empiezan a surgir frecuentes mociones
que exigen la supresión del Tribunal
Constitucional por la parcialidad y menoscabo a que se ha hecho acreedor. Se
sugiere, a modo de reparación, ocupe ese cometido una sala especial del Supremo
para aliviar arbitrariedades debidas al nefasto sistema de cuotas. Recobraría,
asimismo, crédito y solvencia. El retoque de la Carta Magna, al parecer necesario,
no debiera suponer obstáculo dilatador o definitivo. Otra cosa diferente es la
voluntad política de llevarlo a cabo. La experiencia demuestra que ninguna
sigla mueve un dedo si ello conlleva perder alguna merced. ¿Qué lugar ocupan
los efectos ciudadanos? Sin dudarlo, el último.
Desde aquel célebre dictamen que
acomodaba a Ley la expropiación de Rumasa, el Tribunal Constitucional se trocó
en zombi; una rémora envuelta bajo el ropaje de institución vertebral en
nuestra democracia. Todos los políticos de forma ladina, han hecho virtud de
sus manejos. Resultaría pueril relatar las resoluciones eternas, curiosas, descabelladas,
temerarias, que ha ofrecido tal Institución; contaminadas y aromatizadas por
los afanes del momento. Ya veremos cómo corregimos los excesos autonómicos y
éticos a que nos ha llevado tan ominosa, cara y abusiva ligereza.
Sospecho que el antedicho presidente,
autor del hipotético disparate en Río+20, conocía perfectamente los derroteros
de un Tribunal Constitucional clónico (desde su punto de vista) al de las Islas
Salomón. Por esto, atando cabos, presenta a Rajoy como jefe del gobierno de tan
paradisiaco (pero tercermundista) lugar. No me extraña el trance, me fascina
que individuos foráneos conozcan los entresijos patrios mejor que los propios
aborígenes, siempre dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Las
comparaciones son odiosas, enseña el proverbio. Si obviamos el sentido, el
axioma queda empapado de aborrecimiento.
El amable lector pensará, con razón, que
los renglones anteriores vulneran cualquier límite de sensatez; que el párrafo
postrero acaricia la bufonada e incluso roza el sarcasmo; pero ¿puede
garantizarse que el fondo sea inadmisible? ¿Están seguros?
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