Dick Armey, político
norteamericano, dijo una frase cargada de experiencia y sentido: "Hay tres
grupos de personas que gastan el dinero ajeno: los hijos, los ladrones y los
políticos". El hombre detalla acertadamente cuando constituye parte
integrante del asunto propuesto. El señor Armey era político, padre casi
seguro, pero yo lo situaría a una distancia notable del ladrón, al menos en su
sentido estricto. La mesura me obliga a atribuirle que, en este último caso, el
conocimiento era referencial.
Hoy, cercados por la
crisis y la miseria que ya acecha, el sueldo de los políticos pasa a ser tema
periódico, corriente. La doctrina, aquí, no determina concordancias ni
establece magnitudes. En cualquier debate mediático encontramos opiniones
diversas, sin que discrepancias (quizás afinidades) impliquen relación
ideológica alguna. Hay, sin embargo, cierto apego a calificar de exiguas,
insuficientes, las retribuciones de nuestros prohombres. Puede que el contraste
se reduzca a la disparidad manifiesta respecto a los sueldos europeos; una
diferencia de quimérica e ilusionante conjugación. Algo análogo a la respuesta
certera que espetó un congénere ante la arrogancia insultante del corpulento:
"no es que yo sea pequeño, es que tú eres demasiado grande".
Siento ajeno a mí,
extraño, todo desvelo por fiscalizar las finanzas de nadie. Disminuye aún más
la malsana tentación de investigar y lucubrar su origen; si se aviene o rechaza
las leyes, e incluso si se ajusta escrupulosamente a la ética democrática el
peculio de los políticos. Al enigma que se genera en la curiosidad ciudadana,
siempre suelo responder del mismo modo. No me exaspera el sueldo oficial de
ningún prócer instalado en las instituciones del Estado. Sí me producen zozobra
las comisiones, regalías u óbolos (por tratarlos de manera cristiana) recibidos
o afectados por promesa contributiva, acaso penitencial. ¡Menudo poso de
suspicacia dejó aquel lejano y famoso tres por ciento!
Condeno aquellos
aforismos que presumen vicios generales a la sombra de incógnita imputación o
reserva global, tipo "cuando el río suena, agua lleva". Creo, no
obstante, en el valor objetivo de los indicios; tanto que considero prueba casi
concluyente la impostura (asimismo la negativa a ultranza) del aludido. Saco a
colación tal contingencia por el eco que siguen dejando las sospechosas
"hazañas" de Blanco y Urdangarín entre otras menos notables o
ruidosas, que rara vez se corresponden. En el primer caso, franqueados con
holgura los iniciales escrúpulos de la fiscalía, el mentís ad nauseam del
ministro proclama a los cuatro vientos una duda razonable si no la certidumbre
final. El silencio de Urdangarín se levanta sobre la prudencia que corrige el
osado desvarío de antaño. Supone, a la postre, un quebranto para la Corona en
horas menos afortunadas.
No tengo
predilección, debilidad o fijeza, por los políticos socialistas aunque me
sobran razones para ello por, aparte otras, desvertebrar el país y restaurar la
pugna. Utilizo su personalidad pública como testimonio útil a la par que
paradójico. José Luis Gutiérrez revelaba una confidencia de Tierno Galván:
"No se puede ser millonario y socialista al mismo tiempo". A pesar
del misterio que envuelve algunas propiedades y del silencio judicial que
excusa la adquisición, muchos cabecillas del PSOE, sorprendentemente, son
millonarios. Siguiendo a Tierno, dejo a su examen (amable lector) la auténtica
filiación doctrinal de aquellos a quienes usted retiene en el recuerdo.
Resulta vergonzoso e
insultante, más si cabe en esta situación donde el individuo sufre verdadera
angustia para alimentar la familia, que haya cínicos (epíteto demasiado suave),
al estilo Chaves, que declaren bienes inferiores a cien mil euros. Igual de
impúdico, pero clarificador, aparece el patrimonio de Bono, en aumento
permanente como si una extraña levadura potenciara la fermentación de bienes
opacos, "dormidos" cuando les falta el efecto catalizador de la
prensa.
Esta semana se
publicó que Zapatero apetece vivir en Somosaguas, lugar exclusivo lleno de
financieros, deportistas, artistas, etc.; es decir, millonarios en euros. Deja
como segunda vivienda el chalet de León, cuyo costo total debe rondar el millón
y cuarto. Los honorarios que se le conocen provienen de tres años como profesor
ayudante en la universidad, diputado nacional durante doce y presidente del
gobierno dos legislaturas. Oficialmente dudo mucho que la remuneración conjunta
(y bruta) pudiera rebasar el millón. ¿Puede, entonces, con dichos emolumentos
permitirse tales ostentaciones?
La respuesta (válida
también para otros, presentes en la memoria colectiva inmediata) nos arrastra
irremisiblemente a la existencia obligada de sabrosos sobresueldos o, en su
defecto, a recordar la frase de Armey en la que me temo, por casualidad o a
propósito, coloca a ladrones y políticos en un plano de equivalencia.
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