El
hombre lleva dos mil quinientos años ansiando percibir la naturaleza del ser, de
la realidad. Desde Parménides a Hume la metafísica abrazó diversas tesis que le
atribuyeron conceptos cambiantes, diferentes realidades, al menos encontradas
percepciones. Casi todas coincidían en considerar la dicotomía esencia y
accidente; permanencia y devenir; objeto de ciencia y objeto de opinión.
Einstein al sancionar su celebérrima Teoría y expresiones tales que: “Cuanto
conocemos de la realidad procede de la experiencia”, nos introduce en un
individualismo burdo, “purificador”, pernicioso;
incompatible con la propia esencia humana. Constituye el aspecto paradójico que
rige la existencia; pues si a su labor investigadora le debemos el avance
gigantesco en el conocimiento de la materia y su aplicación al bienestar del
hombre, también (por el contrario) fue germen de destrucción física y moral.
No
parece aventurado, ni tan siquiera ilógico e insensato, identificar realidad y
verdad. Al pensador que se ejercite en estos enigmas, filósofo por excelencia,
sus lucubraciones le llevan necesariamente al ser primigenio, infinito; fluye,
de forma maquinal, la verdad absoluta. Al punto, interceden ontología y
teología. Poco importa el método, otro elemento de fricción; el objetivo
permanente, inequívoco, pasa por conocer la verdad, el ser. André Maurois nos
aturde con este dictamen: “Sólo hay una verdad absoluta: que la verdad es
relativa”. Jorge Volpi (escritor y ensayista mejicano), siguiendo los pasos de
Maurois, defiende: “que no haya una verdad objetiva nos fuerza a construir una
verdad comúnmente compartida”. Añado, ¿por qué no impuesta? Estos y otros testimonios
incentivaron, en una sociedad irreflexiva, la aparición de concepciones clave
para el siglo XXI. Son cooperación y empatía que a poco (sin más, sin juicio
previo, con ciega inercia) determinan el comportamiento humano.
Conturbados,
inermes, por tan firmes conclusiones, nos hemos refugiado en un acriticismo
indulgente, cómodo, casi fatalista. La libertad de expresión, consecuencia
ineludible adscrita a una realidad democrática, sufre la mordaza intelectual
que imponen numerosos agentes de la manipulación, predicadores de vía estrecha,
maniqueos sectarios; sembradores de la conciencia colectiva en un país donde
escasea la cultura (aun política), falto de pragmatismo y sentido común.
Verdaderos magos del impudor, auténticos especuladores, pueblan debates y
tertulias mediáticas. Desempeñan un ministerio sórdido, inmoral; cuajado de
falacias, argumentaciones sofistas y recursos retóricos vinculados a la más
pura heterodoxia. Son mercenarios de la comunicación.
El
individuo, desde el punto de vista ideológico, puede beber la doctrina que su
carácter, adiestramiento o traumas le aconsejen. No conviene, sin embargo, en
su labor eminentemente social (profesor, periodista o asemejado, médico, etc.)
dejarse arrastrar ni influir por efluvio alguno extraño a la deontología que ha
de regir su conducta. En mi dilatada actividad docente, jamás se interpuso
entre mis alumnos y yo ( de manera consciente) ningún escollo político o
religioso. Ambos sentimientos, respetabilísimos sean cuales fueren, en personas
con algún crédito e influencia se han de archivar escrupulosamente en el marco
único de las vivencias íntimas.
Diversos
medios radiofónicos y televisivos cuentan con tertulianos que simpatizan (o
militan) con todas las siglas del arco parlamentario. En general domina la
sensatez, pero algunos, aparte los acérrimos desarbolados por frecuentes y
convulsos raptos de irracionalidad, se dejan llevar por una rigidez contraria a
la dialéctica marxista, asimismo guía y oriente del progresismo verdadero. Sin precisar
nombres, aparece uno (tocayo de épico monarca inglés) que se desvive por la
defensa a ultranza de aquello que tiene
escaso recorrido personal e histórico en ambos referentes. Me exaspera no la
defensa inquebrantable, sola, sin claque, sino la contradicción entre los
argumentos de ayer y los de ahora. La mayor paradoja se encuentra en el
dogmático que exhibe una verdad mutable,
ad hoc.
Es
evidente que Einstein, Maurois o Volpi, consiguieron
diluir, diversificar, la realidad; al igual que lo hicieron con la moral, la
ética, el conocimiento, la vida y la muerte, liberándolas de su
inmutabilidad ontológica. Al mismo tiempo,
otra realidad, el individuo, se manifiesta desorientada, perdida, apática;
desdibujada por el pernicioso efecto de pensadores víctimas de su propia
entelequia.
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