Hace años se puso de moda
política la expresión “dopaje” para indicar que cierto partido o partidos
concurrían a las elecciones con medios económicos fuera del concierto oficial.
Recuerdo a cabecillas de Podemos, luego ministros y ministras (en curso
todavía), echando pestes de Rajoy por presuntas irregularidades o ilegalidades que
conformaron el caso Púnica. En el fondo suponían doscientos cincuenta mil euros
declarados, presuntamente, en facturas falsas. Ahora llevamos meses de precampaña
en donde el ejecutivo social-comunista, sin excepción, gasta millones bajo el
biombo sospechoso de realizar dispendios huérfanos de justificación sin otra
finalidad, dicen, que satisfacer el bienestar social y dar cumplimiento a su facultad
gubernativa. Además de raseros diferentes, según la ocasión y relevancia,
exhiben un cinismo notorio, histórico, terco.
Si bien ahora sorprende
el silencio estruendoso de aquella todavía élite universitaria, no se queda
atrás la magnitud de las cifras barajadas, y eso que solo estamos en los
inicios. Confrontar un cuarto contra varias decenas de millones —ya dilapidados
y a la vista del año electoral que nos espera— parecería maniobra insólita, absurda, propia
de una casta inmunda. Lo más grave, sin embargo, y de ahí su vileza
antidemocrática, constituye el origen del dinero que permite obtener ventajas
inequívocas. En el caso de Rajoy, de forma más o menos irregular (incluso
ilegal, a las malas), procedía de donaciones particulares. Este del progresismo
social-comunista procede de la caja común, de todos los españoles, y que alguna
ministra, “experta” en derecho constitucional, aseguraba que no era de nadie.
Con semejante análisis, hablar de malversación sería un disparate.
Además del sigilo oficial
—que atenta contra cualquier portal de transparencia harto publicitado— el
mutismo transgresor (ese que descubre los auténticos intereses u objetivos de
quienes suelen proclamarse garantes de las gentes) es la respuesta acostumbrada
ante tanta indignidad. Cambian el discurso, pero no la vehemencia porque su
impronta parece estar siempre saciada de sugestivas razones. Ellos, mayoritariamente,
se han recubierto de una pátina intelectual, erudita, que la sociedad permite
adoctrinada por unos medios vendidos, altivos, ultramontanos. Este permanente
proceso de idiocia pública, iniciado en los primeros compases de la transición,
ha constituido la auténtica involución del desarrollo democrático al socializar
una semántica nueva que ha ennegrecido valores sempiternos mientras blanqueaba conceptos
abominables, infames.
Dopar, en expresión del
Diccionario de la Real Academia, significa administrar fármacos o concentrados estimulantes
para potenciar artificialmente el rendimiento del organismo, a veces con
peligro para la salud. Antaño, se recortaba el ámbito de su acción a personas que
vivían en permanente estado de excitación, asimismo de ausencia y derrota,
gracias a sustancias estupefacientes. Luego las chicas de Podemos —cual
paisajes paradójicos, sin ocultar hechizos ni afanes— enmadejaron estímulo y
política atrayendo una metáfora viscosa que ampliaba peligrosamente la lingüística
social. Ahora, en palabras de Ramón Espinar, se han conjugado de forma
arbitraria e incontestable (al parecer) ambos estímulos, uno de ellos con
retórica caduca. Según Espinar, los lavabos de cualquier parlamento son lugares
donde se consume más droga que en garitos específicos de grandes centros
urbanos. Aquella metáfora nefasta, maldita, ha cambiado usos y costumbres,
aunque algunos no necesitaran sardinas para beber vino.
De vuelta al énfasis
político, no solo se dopa uno en periodo (pre) o electoral sino, cogido el
gusto al reconstituyente, lo hace siempre tanto en el poder cuanto en la
oposición. Desde luego, con mayor ahínco en el poder porque al protagonista le
resulta gratis. La oposición tiene también unas finanzas adscritas a intereses
livianos, cuando no totalmente perdonables. Las comparaciones son odiosas,
suele asegurarse sin distingos, pero su ausencia supone una injusticia
imperdonable. Unificar selectos niveles de maldad o bondad según la sigla me
parece, más que retrógrado, infantil, ingenuo. Desde mi punto de vista, el
poder tiene ventajas económicas evidentes, incontestables. Basta con sumar las
cantidades atribuidas a la oposición y las desconocidas (aunque ingentes) que
se malician a los diferentes miembros de un gobierno por austeros que sean. No
es el caso.
Ignoro qué realidad
presenta la izquierda democrática europea, pero el hecho de que Sánchez (político
falaz, tiranuelo y miserable, donde los haya) pueda presidirla por falta de rival
muestra su debilidad orgánica. Imagino que conseguir una candidatura exclusiva
e informe, aparte hipotética seducción, ha necesitado ratificar cesiones por
doquier. Es decir, nuestro presidente llega a la Internacional Socialista
dopado al máximo. Hay coyunturas, particularidades, que escapan a mi capacidad
de discernimiento aun considerando la enorme voluntad que sacrifico para
descifrar tamañas aberraciones. Pese a que Europa, el Mercado Común, tenga
descosidas las costuras igual que nosotros perdonamos, existe sutil invitación
al poder vano. Está claro que la
experiencia nacional no nos facilita, al menos para mí no, comprender lo que
ocurre allende nuestras fronteras.
Los medios saltan de
nuevo a la palestra como primeras y genuinas herramientas de dopaje. Pudiera
pensarse que el crédito o descrédito del individuo conforma determinado
criterio social. Craso error. Hoy, quienes determinan las corrientes de opinión
son ciertas superestructuras mediáticas. Por este motivo, el poder —sobre todo
totalitario— exige controlar los Mass Media para evitar voces refractarias a la
oficial. Considero peligroso dicho proceder porque, debido a su manipulación y adoctrinamiento,
la libertad individual queda en entredicho y, de rebote, su eficiencia
democrática. Este uso es, en lectura libre, técnica excusada de dopaje, al
igual que recelar del opositor para eliminarlo de la contienda política. Que
“Sánchez sea el jefe de una banda criminal”, pronunciado por García Gallardo no
tiene más, tampoco menos, carga punible que “el PSOE es el partido de la cal
viva” dicho por Pablo Iglesias. Ambos acechan el mismo objetivo.
Ir dopados a unas
elecciones significa llevar ventaja sobre el resto de contendientes. Deduzco
que cualquier líder busca curiosos entresijos para lograrlo aun bordeando la
ilegalidad. No obstante, lo que está ocurriendo ahora mismo en España es algo
inédito: el gobierno, a pleno pulmón, lleva tiempo ocultando información sobre
aspectos sanitarios, económicos, sociales e institucionales. Tal marco favorece
un prestigio inexistente, adormecedor, opiáceo. Pero el lema u obligación estentórea,
que diría aquel, queda corto (tanto como algunos personajes conocidos) si lo
comparamos con los fondos públicos, léase Estado, presuntamente puestos a
disposición y gloria de Sánchez para ir superdopado, que no superdotado, a
elecciones internas e hipotéticamente a presidir el socialismo internacional. ¿Gesto
democrático? ¿Polémica? La misma que en una jugada del dominó cuando se
presenta un cierre y quien lo tiene pregunta ¿fichas? El compañero, que esconde
numerosos tantos, responde tramposo: ¡uy fichas, fichas! Voz de mandarín.
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