Descarto una actitud
ingenua o seráfica al enjuiciar los conceptos del epígrafe. Asimismo, puedo
admitir cierta indulgencia hacia las anotaciones chirriantes que a priori
desprenden cada uno de ellos. Aunque maldad signifique cualidad de malo o
acción mala e injusta, creo más en una reserva de principios erróneos (no
necesariamente puestos en práctica) que en un catálogo de pasiones desbocadas. Con
toda justeza, podría considerarse fruto perverso de patologías impuestas al
instinto humano. Es decir, de forma natural maldad constituye el efecto
tiránico de vehemencias incontroladas, envilecidas. Rousseau expresaba la
bondad ingénita del hombre, luego pervertida por esta sociedad corrupta, perjudicial.
Desde mi punto de vista, es probable alguna influencia social, pero al
verdadero responsable hay que buscarlo en el individuo y su libre albedrío.
Si corroboramos la
opinión pública, incluso publicada, obtendremos un porcentaje de maldad
excesivo, extraño, tal vez pesimista. Sin embargo, la realidad se impone
dejando en exigua minoría los individuos manifiestamente perversos. Sabemos que
la virtud es discreta, sigilosa, al tiempo que el descarrío viene acompañado de
una atmósfera atronadora, estridente; es su hábitat favorito. Pese a tal
aserto, cuando la maldad proviene de alguien con poder los efectos suelen tener
consecuencias dramáticas. Advertir algunos hechos históricos nos llevaría a la
conclusión irrebatible de que hubo épocas mediatas en las que sociedades
concretas vivieron horrorizadas. Todavía hoy renacen tímidamente episodios colindantes
a nosotros capaces de crear desasosiego generalizado. Pareciera que las crisis
económicas vienen imbricadas con agresiones gratuitas (excusa perfecta para
gobernantes narcisistas, estúpidos) dentro del concierto internacional.
¿Pecaríamos de exagerados
si aventurásemos que tenemos un gobierno maligno? A estas alturas, y visto lo
visto, diría que no. Además, en doble sentido. Por un lado, exhibe una
inutilidad e ineptitud impropias, inaceptables. Por otro, muestra detalles de
auténtica vileza. Ambos casos se sostienen bajo la impunidad más absoluta con la
anuencia de siglas copartícipes y de una justicia ambivalente si no sumisa a
ciertas órdenes de la fiscalía. Son muchas las ocasiones en que el gobierno ha
mostrado triquiñuelas, incompatibles con las formas democráticas, desde que se
conformó tras aquella moción de censura basada en intereses espurios. Enyugar
una izquierda tradicionalmente nacional con otra totalitaria —simuladamente
independentista— y partidos separatistas burgueses (adscritos a gestos y
actitudes nazis) nos lleva al caos económico, institucional y social.
El común encauzaría su
crítica sobre aspectos económicos o institucionales. Centralizar la maldad del
gobierno en especulaciones concretas, además de error gigantesco constituiría
una diligencia generosa. Este ejecutivo —también otros con idénticos instintos,
pero siglas diferentes— ha hecho de la propaganda y embuste su modus operandi.
Es protagonista irredento en todo lo que se propone (movido por su notable
torpeza) coleccionando fracasos estrepitosos, aunque los exhiban como éxitos
rotundos. Ocurrió cuando la pandemia del Covid donde la imprevisión, junto a un
trámite catastrófico, ocasionó miles de muertos superfluos y ocultos. Luego,
cuando proliferaron los procedimientos judiciales iniciados por familiares
indignados, la fiscalía (de quién depende, se atrevió a señalar Sánchez en un
rapto de sinceridad) retiró todos los cargos.
Destrucción significa
“acción y efecto de destruir o destruirse”, concepción que incumple ese
principio cuya enseñanza confirma que lo definido no puede entrar en la
definición. Alarma, tal vez, el hecho habitual de lucubrar, con pesimismo
extremo, sobre el efecto connatural que se asigna al vocablo siempre con sesgo peyorativo.
Tal escenario implica un especial mensaje en ocasiones tan injusto como
postizo. El aparejo es luctuoso, turbio, mientras arrastra una losa dañina, sin
posibilidad de enfoque indulgente. Tiene desarrollo directo, incapaz de
apreciar en vocablo tan hermético alguna holganza que le cambie esa naturaleza
hostil con que se le reconoce, de manera generalizada, presentando escasas
opciones de aposento contrario. Destrucción es el exterminio completo del ciclo
vital del ser, pero no por necesidad biológica sino alterando, violentando, los
plazos naturales.
Ignoro qué nos impulsa a
interpretar irremediablemente la destrucción como algo nocivo, adverso. Si
utilizamos el análisis lógico llegaremos a la conclusión que destruir tiene
tanto porcentaje de bondad cuanto de ensañamiento. La hoguera de la vida
consume por igual realidades satisfactorias que otras fatídicas. El hecho, poco
accesible a veleidades necias o candorosas, refleja una realidad
insobornable: depura la vida
prescindiendo efectos, asimismo sentimientos, diabólicos o la emponzoña cuando
decide extinguir los opuestos. A veces podemos elegir la disyuntiva favorable,
pero debido a apatía, pasotismo o —en menor medida— ignorancia, perdemos una
oportunidad sin par. ¡Cuántas imprecaciones dejamos al aire tras perder, necios
de nosotros, trances sin segunda oportunidad! Lo inquietante es que somos
animales con tropiezos permanentes en similar piedra.
Estrago presenta una
componente belicosa cuando afirma, en su acepción primera: “Daño hecho en
guerra, como una matanza de gente, del país o del ejército”. La acepción dos, más
edulcorada aunque probablemente menos verdadera, se refiere a ruina,
asolamiento. Es evidente que la segunda tiene mayor difusión al perder carga
beligerante pese a la devastación que desprende el vocablo asolamiento. No
obstante, pudiéramos entender estrago como resultado cronológico de errores o
fatigas acumuladas y no un hecho automático, espontáneo, sin fundamento.
Aplicado al individuo, decía Cicerón: “La pérdida de nuestras fuerzas es debido
más bien a los vicios de la juventud que a los estragos de los años”. Deduzco
que haya escasez de opiniones contrarias a la frase anterior porque está llena
de empirismo y sentido común.
Si bien es verdad que
estrago quiebra la sinonimia entre los tres vocablos, el matiz político suaviza
las distancias disipando cualquier divergencia plenaria. El político es un
timador nato; antes, durante y después de tomar el poder. Su método invariable
es mentir al ciudadano del que recibe una potestad fructífera. Tanto es así que
Santiago Rusiñol llegó a manifestar: “De todas las formas de engañar a los
demás, la pose de seriedad es la que hace más estragos”. Debía conocer el paño
porque un hermano suyo era político de extenso recorrido. Al presente, desde
hace cuatro decenios, los políticos han llegado a estragar el país cuyo cénit
lo alcanza, sin oposición posible, Sánchez. Lograr revertir el marco mísero en
que nos encontramos, con opciones a un empeoramiento desconocido, parece misión
inverosímil. Vislumbrar el límite es aventurado y suicida.
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