Además de irrumpir o
entrar por la fuerza —lo que equivale a ocupar militarmente un territorio o
país, suceso de escasa normalidad— la acepción cuatro indica “entrar
injustificadamente en funciones ajenas”. Por su parte, el concepto cinco
detalla: “Dicho de un sentimiento, de un estado de ánimo, etc. Apoderarse de
alguien”. Creo acertar si digo que tal vocablo lleva implícito el uso de la coacción
en su sentido más amplio; por tanto, constriñe intenciones, derechos y voluntades
individuales. El poder, cualquier manifestación del mismo, tiende a invadir
todos los ámbitos. Nada ni nadie escapa a su afán inquisidor, ni siquiera los
que poseen alguna parcela, porque tiene pavor a compartirlo de forma plural,
abierta. La Historia muestra, asimismo, que las tiranías totalitarias (nazismo
y leninismo-estalinismo) son capaces de crímenes atroces.
Llevamos décadas siendo
invadidos social, política e intelectualmente por un ejército de intrigantes, bellacos,
tal vez mindundis (prebostes y comunicadores), que reducen de forma asfixiante
nuestros derechos y libertades. A su vez, la convivencia libre, pacífica, democrática,
exige jueces imparciales, sin chantajes cuyo fin sea doblegar resoluciones
objetivas, ajustadas a Ley. Quien desee poseer un poder absoluto sabe qué
enemigo debe vencer primero: los jueces. Cualquier retórica liberal, cualquier
compromiso de salvaguarda, quedan huecos, ilegitimados, si al mismo tiempo se
pretende invadir la independencia judicial. Alfonso Guerra fue artífice de aquella
famosa frase “Montesquieu ha muerto” porque sepultó dicha independencia
permitiendo que los partidos eligieran el CGPJ. Ahora —el gato escaldado, del agua fría huye— denuncia y le preocupa que
Sánchez quiera ocuparlo.
Pese a lo escrito,
advierto que la invasión inaugural, primigenia, se padece en los campos semántico
y ético. Existen verdaderos intentos para profanar, prostituir, el recto
significado de vocablos, mensajes e informaciones. Lealtad y traición, heroicidad
y cobardía, verbigracia, tienen alcances distintos según quien los exprese. Me
parece tan corrupción gigantesca loar un gobierno progre (sin definir su carácter
ni naturaleza) como denigrar, por oposición, otro presuntamente reaccionario o
rancio, sin clarificar siquiera el soporte veraz. Una sentencia afirma: “En la
invasión cultural, es importante que los invadidos vean la realidad con la
óptica de los invasores y no con la suya propia”. Desde el punto de vista moral,
existen actitudes a priori sugerentes, ejemplares, cuyo encuadre real resulta
dificultoso porque enseguida puede descubrirse una anatomía postiza. Su fundamento
tiene acomodo en la locución: “Del dicho al hecho, hay mucho trecho”.
Los gobiernos de Suárez,
González y Aznar mantuvieron, alternando luces y sombras, una correcta hechura
democrática. Zapatero —con aquella farsa de la tercera vía y el despiece europeo del armazón socialdemócrata, ya
por entonces decadente— tiñó de radicalismo la izquierda española que, salvo
con Felipe González, jamás fue homologada por Europa. Huérfana de atractivo
económico y social, tuvo que reinventar cierta estructura ideológica para
evitar la desbandada electoral. Aquí empezaron las invasiones conceptuales que Cronos,
ambición y pactos contra natura, han traído tanto quebranto a la par que
decepción. El señor Rodríguez (constatación incontestable de hasta donde puede
llegar el pueblo español en su necedad) compuso el caos gubernativo, como no
podía ser de otra manera, sobre tres pilares inoperantes: Memoria histórica,
feminismo y cambio climático; tridente que dejó España hecha un solar.
Rajoy invadió toda
esperanza del pueblo forzándolo a sufrir grandes frustraciones. Con su tibieza
y abandono sentó las bases para atraer la diversa e ingente invasión de
Sánchez, a cuya ruindad particular dedica horas y esfuerzos. Con la ayuda
inestimable de Podemos que dedicó esfuerzos titánicos para aunar nacionalistas,
independentistas, versos sueltos y Bildu, Pablo regaló el gobierno a Pedro. A
propósito, estoy convencido de que Sánchez no hubiese retirado la moción aun si
Rajoy hubiera dimitido. Tras arrogancias de uno y otro, a la segunda se
conformó un cuerpo sumido desde su origen en deslealtades y suspicacias
generalizadas. Presiento que el espectro de Iglesias ha modificado de forma severa
el armazón presidencial incorporando un aliento totalitario, ya existente y
bien alimentado. Iván-Sánchez, o viceversa, cocinaron —fuera de los fogones
podemitas, pero utilizando, eso sí, especias con su marca— intrusiones
virulentas, como mínimo onerosas.
El cuerpo doctrinal del
PSOE viene sufriendo en dos décadas una invasión tal que ahora es un partido
deforme, grotesco, sin lustre. Genera no pocas dudas y, desde luego, extraños
afectos, no ya su naturaleza (alterada tras la ocupación por personajes
siniestros) sino el rumbo laxo después del cambio. Aplicar tácticas —en
ocasiones incomprensibles, atrabiliarias, pero siempre engañosas— resulta palmario,
incluso arraigado, con tal de alcanzar el poder. Sin embargo, no debieran
aceptarse las que quiebran normas sustantivas, contrarias a su esencia. Unirse
al comunismo extremo mientras acusa al contrincante de aproximarse a una
incierta extrema derecha, implica tanta manipulación e inmoralidad que debiera
tener consecuencias electorales. Supera todos los excesos partir pan con
partidos antiespañoles o aproximarse a siglas herederas del terrorismo.
Al fondo, ocultos tras un
marco sombrío, aparecen —preparados, diestros (en puridad, siniestros), para
invadir la conciencia social— los medios audiovisuales, nucleares en países analfabetos
o no leídos. Es evidente que cualquier político desea dominar la vida
ciudadana, pero los medios constituyen una caja de resonancia aparatosa hasta
el punto de que el individuo se entera únicamente de lo publicado. Realizan un
solipsismo (solo hay constancia de la realidad a través del yo) privativo y
manipulador. El agitprop es la técnica de agitación y propaganda, con envoltura
artística y literaria, para influir en la opinión pública. Se desarrolla, buscando
réditos electorales, sobre todo en la izquierda al abrigo del proyecto gramsciano
para lograr plena hegemonía cultural.
Ocasionalmente, las
invasiones —siempre dañinas, inclementes— forman plagas, descritas ya por la
Biblia, que el individuo pretende exterminar por su temible voracidad.
Políticos y adláteres hoy en nuestro país constituyen una plaga gravemente
invasiva para el bienestar ciudadano. Menos mal que suelen devorarse entre
ellos mismos y en los prolegómenos nos dejan un residuo de paz, de gozo. Preocupa, a mí al menos, la incapacidad
demostrada para su exterminio ético-político mientras nos basta con saborear un
momento casi humillante. Encima, alguno se ha extraviado por algún efecto recayente,
surgido por invasión anímica desconocida, que le obliga, quizás obliguen, a
humillar una cerviz con aspiraciones celestes o, en el peor de los casos, excelsas.
Esos, altaneros y pomposos “salvadores” de la izquierda (buñuelos, al fin y al
cabo), consiguen, aparte rechazo irascible, alcanzar un ocaso gris, bufo. Retiro,
ganado a pulso, en defensa propia, porque la sociedad no debe aceptar
fantasmadas ni perdonar incoherencias.
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